17 de agosto de 2009

el vicio de la profundidad

 
Hay dos ansias muy malas, por desviadas del buen juicio y de la naturaleza de las cosas: la de los políticos por hacer crecer su poblacho, villa o urbe, venga o no al caso ese crecimiento; y la de los críticos por encontrar profundidad en las obras que les gustan. Aclaremos cuanto antes que, por lo que a este blog respecta, profundos pueden ser solamente una inmersión, una cuchillada y el sufrir infligido por una fémina cruel, que viene siendo otra cuchillada, pero king size.

A una novela como, un poner, Dos años de vacaciones, siempre habrá quien le reproche cosas como que los personajes son planos, que carecen de matices. Que dónde está la profundidad. A esos libros se les pide, entonces, no que sean mejores de lo que son, sino que sean lo que no son. Resulta bobo, convenimos todos, pedirle a Kafka que invente un Nautilus para tenerle por gran escritor. Pero luego se le exije profundidad psicológica a Julio Verne. Y a Maradona que abandone la farlopa. Todo lo cual me indigna. Veamos.

En la historia de las letras y los palotes, al gabacho citado se le sitúa como escritor de obras para jóvenes, con grande condescendencia y separándolo, a efectos profilácticos, de las novelas grandes y adultas, de las que matizan siempre el color concreto de cada atardecer y de cada rubor. Porque a Julio no le daba el tiempo ni la gana para bucear en la psique de sus retoños. Bastante fue que parió al capitán Nemo con sangre india, pasado martirizante y teclado organístico en el camarote. Entonces, como a Julio le falta jondura y le falta matiz y, lo peor de todo, sus personajes son esquemáticos, pues fuera del olimpo librístico. Ni Nautilus, ni hostias, Jules.

Al cómic, ese material juvenil le es propio desde sus inicios, de resultas de lo cual fue siempre forraje de críos y de gente simple e inadaptada, hasta que en una de estas se puso en viñetas La Angustia. Así en mayúsculas. El cómic pasó a llamarse novela gráfica, para adultos (sí, ya lo habíamos dicho) con inquietudes, y adquirió el vicio de hablar del dolor, como si fuera lo más interesante del mundo y como si no lo hubiese hecho antes. Y venga dolor. Y venga amargura. Se llenó el cómic de gente diciendo sobre esas cosas obviedades y lugares comunes, vomitados todos en compañía de dibujos de aficionado. Con lo que la profundidad, vamos a decirlo para que quede bien claro, no era tal, pues ni el dolor ni ningún otro tema son profundos per se.

Sin embargo, cuando echamos la vista sobre la cinefilia tenemos ahí, en cualquiera de las listas canónicas y certificadas, cosas como Robin Hood, de Michael Curtiz. Pueril, idiota, irritante de puro piruletas los buenos. Pero, ah, obra maestra del cine. ¿Y esos westerns en que el prota iba y baleaba a los malosos sin pestañear? Ah, obras maestras del cine. No del cine juvenil. Bien por los críticos audaces. Lástima que siempre acaben por dar con intenciones recónditas, sutilísimas metáforas y simas del alma donde, en apariencia, había cabalgadas, saloons, ranchos y hostias como panes. Que ya era un nobilísimo contenido fílmico. Pero claro. La profundidad.

Entonces tenemos que las novelas de aventuras son una simpática categoría literaria para lectores en formación, que habrán de abandonarla cuanto antes (al tiempo que cualquier tipo de cómic no angustioso) para leer de verdad, igual que se abandona el flotador para nadar de verdad. Y tenemos también, y no obstante, que el cine de aventuras se aúpa a gloriosa manifestación del séptimo arte, para cinéfilos de raza unánimes en sus redichos panegíricos, porque todo adulto que haya alcanzado rectamente tal condición, no ha aniquilado, antes bien contiene y cobija, al niño que un día fue.

Tenemos, en conclusión, que Robin Hood, la película, son aventuras por la cara. La isla misteriosa, la novela, igual. Vuelo 714 para Sidney, el cómic tintinoso, aventuras por la cara. Lo mismo da que el ejemplo comiquero sea, quizá, de mayor altura y calidad que el novelístico, y con toda seguridad, muy superior al cinematográfico. Porque ya la gente de la Cultura nos aclara: el Tintín, no profundo, para los niños; la isla, no profunda, para echar el bigotillo; y el Robin, ese sipi, clásico imperecedero, de frescura inmarcesible, pináculo del cine artesanal,  sueño hecho celuloide. ¿Para infantes? Quiá...     

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