30 de abril de 2013

los extremeños se tocan


A los catorce tuve un profe que se llamaba Ismael y el primer día de clase dijo que le podíamos llamar Ismael. Nadie supuso nada sobre Moby Dick porque nadie se había dado aún a leer ballenadas. Nadie supuso tampoco que semejante frase anodina, puesta negro sobre blanco, pasaba a ser una genialidad al decir de los críticos. Y no fue casualidad, la frase: también dijo, el profe, que tenía una biblioteca de mil volúmenes, y ahí de fijo entraba el cachalote gordo y su incomprensiblemente famosa y valorada puesta en acción: Llamadme Ismael. Pues vale, Isma.

Principios de libros haber hay muchos. Muchos buenos, muchos geniales. No diez ni veintitrés, sino muchos. Pero casi sólo uno absolutamente arrasador, hombres que hacéis listas.

... La tierra estaba sin orden y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.

Y dijo Dios: Sea la luz. Y fue la luz.

Y vio Dios que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas.

Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche. Y fue la tarde y la mañana un día.

No hay más historia. No hay más fuerza en el idioma. No hay más hostias ni hay más nada. Esto no va de religión, sino de literatura. De la palabra hecha otra cosa. Todo quisque se sabe el principio del hidalgo famélico y el arranque de los Buendía; a veces el de Lolita. Pero nadie parece tener interés en esta erupción volcánica del verbo. En el principio del principio. Aquí en el blogue nos asombra que las personas no se digan unas a otras lo insoportablemente bueno que es este texto como texto, como escrito, como cosa hecha por alguien con manos y pies, quién sabe cuántas manos y cuántos pies.

Un remoto diciembre se habló y no se paró de los mayas y del fin de los tiempos. Pero no era posible que lo que empieza así contado acabe con el silencio de unas estelas pétreas, allá en las américas. Porque la historia del mundo no va a ser dicha por un escritor tan fullero como el Paul Auster. No vale empezar avasallando y luego desinflarse, y de repente me voy que se me hace tarde. O bien de repente era todo un sueño, que eso ya es lo peor, Chesterton.

Pero es verdad que el Apocalipsis es una cosa un poco abstrusa, y entonces tenemos que buscarnos un futuro que se entienda, un desenlace más propio. Y al final acabamos elucubrando al otro lado del charco, que si un ciclo de cinco milenios, que si el hombre de palo, que si una civilización desaparecida sin rastro de guerra ni indicio de paro del treinta por ciento, y todo eso. Nosotros, en realidad, ná más que queríamos saber.

Sólo con un juicio estético sabremos que el mundo se acaba. Se jodan los listos de las integrales y los logaritmos, y pregunten. Será cierto el fin, ya yo os digo, cuando y solamente cuando la profecía que ponga fecha cataclísmica le aguante doce asaltos a los párrafos primeros del Génesis. Entonces sí. Y mira, qué menos que morirse, si me lo dicen así, cerrando con majestad ese círculo enorme y sublime. Qué menos que nacer, se dijo ya el mundo cuando todo aquello. Y, en realidad, qué menos que vivir, cuando uno despierta y oye fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread sobre los peces del mar, sobre las aves de los cielos, y sobre las bestias que se mueven sobre la tierra.

Podríamos irnos ahora a Crumb, Robert, quien puso zarpas a la obra en el asunto por lo crematístico, pero que un artista lo es. Su versión viñetarial del yénesis tiene, sin embargo, el problema de la escena de Caín. Que, vista su cara y visto su trabajo, vistos la cara y el trabajo de Abel, visto el injustificable y cruel desdén de Dios por la ofrenda que, tras deslomarse, le lleva el hermano feo, nos ponemos de parte de éste por nuestros cojones. Y así empezamos de mal.

Empezamos mal sintiendo una pena espantosa por el primer homicida. Empezamos mal atravesándosenos Dios. Y después seguimos mal, con él atravesado, porque todo el AT es una sucesión de divinas putadas, gratuitas y retorcidas. Tanto que aquí se nos ocurre que Jesús no acaeció para salvar al hombre, sino para lavarle al antiguo creador la cara de hideputa vengativo y abusón.

Pero esa ya es otra.

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