18 de octubre de 2009

nabokov, miller y la ópera de viena


Nabokov era pedante, afectado y vanidoso. Y a todos nos cae mal. Pero decir, dijo algunas frases de lo más aprovechable. Una de ellas es que para leer, una persona necesita, sobre todo, tres cosas: cierto sentido artístico, un diccionario e imaginación. Como viajar se parece mucho a leer, aunque eso ya no lo dijo Vladimir, para disfrutar viajando sería necesario poco más o menos lo mismo.


Cuando se recorre mundo, y por más que haya quien asegura sumergirse y anegarse en lo nativo en dos semanas escasas, raramente se tiene tiempo de tender vínculos reales con nada y de darle así al lugar un sentido íntimo más allá de su apariencia. Uno va a la belleza que está a la vista, a la de las postales y a toda la demás belleza que sea capaz de percibir. ¿Es ese toda la demás el sentido artístico, Vladimir? ¿Voy bien?

De un sitio despampanante lo normal es que uno venga despampanado. De uno deprimente, que venga deprimido. Así que el resto de lo que sentimos es lo que somos como artistas del vivir. Uno viene del desierto estremecido. Viene de la calle indiferente o excitado o sacudido; del encuentro con otras personas divertido, harto, pensativo o salido de madre. O enamorado. Y eso es todo lo bueno que uno es viviendo. Aunque hay engranajes sentimentales que transforman cualquier lugar o momento en otra cosa; siempre tendré a Palermo por una ciudad mágica, aunque no sé si lo es.

Y volvemos a Vladimir Vladimirovich. Imaginación. Este que escribe pertenece a la raza de los viajeros rompehuevos que insisten en ir a ver cosas como la roca donde se dice que Saladino alivió su vejiga, porque a este que escribe le mola la historia, pero sólo desde el día en que aprendió a imaginársela. Si a cualquiera le dicen “¡Felipe II!”, es posible que le venga a la cabeza ese cuadro en que aparece el payo con una especie de escudo curvo acoplado a los genitales. Y si le dicen “¡Cleopatra!”, se le puede presentar en las mientes Liz Taylor con cuarenta años menos y un cubilete en la cabeza. Entonces, hay que borrar esas penosas referencias e imaginar. A veces sale bien, y a veces no.

Viví una visita a la ópera de Viena con un guía argentino que hablaba del emperador Francisco José, de las intrigas, de en aquel palco la condesa, de en esta sala la bragueta del príncipe. Entretenidísimo todo. Y, terminando el recorrido, nuestro hombre se ofreció para responder a quien quisiera preguntar algo. Un tipo con bigotito quiso. Dijo:

Y esto, ¿quién lo gestiona?

Pocas veces alguien me ha caído mal con menos. ¿Pero qué cojones, tipo de bigotito, si me lees, con años de retraso te interrogo, pero qué cojones de pregunta es esa?

Hay quien tiene por actitud en este mundo, cómo decir, un ansia voraz por lanzarlo todo al duro y sucio suelo, por descubrir, no la verdad, sino el truco, de todo.

Esa de la ópera era una bonita ocasión para imaginar cuitas, confabulaciones palaciegas y amoríos entre los cortinajes. Y la pregunta, aparte de inútil y carente de interés, es de las peligrosas incluso para el preguntante. De las que llevan al cabreo fácil y tonto. De las que abocan a la bronca, al avinagramiento y a la grisura. Porque alguien que se pase la vida averiguando quién gestiona esto y aquello no conseguirá más que saber un montón de cosas que provocan indignación, y una conversación soporífera. Las verdades de la rutina de despacho y corbata o son insípidas o son desagradables. ¡¡Pero no hay ninguna obligación vital, práctica, emotiva, de conocerlas!! En cambio, podemos saber de Atila, de Rasputín, de Nicolás Flamel, de la sobrina guapa de alguien. Sábelo bien, bigotes.

Alguien que hace tal pregunta es perfectamente inepto para disfrutar de un viaje. Y de un no viaje. La imaginación, Vladimir. Qué razón la tuya, con lo mal que nos caes.

Saturno visto con un telescopio enorme puede ser una bola con un anillo, o esto, si uno es Henry Miller:

“Saturno es un viviente símbolo de tristeza, de morbidez, de desastre, de fatalidad. Su tinte lechoso hace pensar inevitablemente en las tripas, en la gris materia muerta de los órganos vulnerables y secretos, en las enfermedades repugnantes, en los tubos de ensayo, en las especies de laboratorio, en el catarro, en las mucosidades, en el ectoplasma, en las sombras melancólicas, en los fenómenos mórbidos, en la guerra entre los íncubos y los súcubos, en la esterilidad, la anemia, la indecisión, el derrotismo, el estreñimiento, en las antitoxinas, en las malas novelas, en la hernia, en la meningitis, en las leyes que son letra muerta, en la burocracia, en las condiciones de vida de la clase obrera, en el trabajo en serie, en la YMCA, en los poetas como T.S. Eliot (...) en triviales fatalidades como la de resbalar en una piel de plátano y romperse el cráneo, la de soñar en días mejores y dejarse aplastar por dos camiones, la de ahogarse en una bañera, la de matar por accidente al mejor amigo, la de morir de hipo en lugar de perecer en el campo de batalla, y así hasta el infinito”.

Pero entonces hay que dedicarse a escribir libros geniales, como El coloso de Marusi. Y debe dar pereza.

google analytics