29 de julio de 2010

la trampa oriental


Nadie sabe cómo ni por qué, pero el caso es que aquí, entre suicida y suicida, ya se lleva hablado lo suyo acerca de la Japonesia. Aunque nada sobre lo que más nos dice, casi, de esas tierras. O sea, las pibas, las minas, las gals.


Hoy tampoco va de ellas, sino de haikus, algo que nos intriga desde siempre y que pone una cosa del Japan en cada esquina del ring. A la derecha, ese aura de cultura guardiana de las cosas esenciales, que nos despierta empatía de inmediato. A la izquierda, esta sospecha occidental de que a veces nos venden el humo de la Kawasaki, aunque con gracia y carisma incomparables. ¿O es que alguien no ha visto a Bruce Lee (no era japonés, da igual), con lo de la tetera y el bí uoter?

Bien. ¡Que empiecen las hostias!

Pero antes una cosa os digo, lectores, lectorcillos: que esta vez me he documentado. Que soy así de riguroso con lo que pongo en órbita ciberespacial. Que he leído con aprovechamiento. He meditado. He paseado desnudo por mi casa. Me he rasurado los genitales con una katana.

Por tanto, un respeto para este post fenomenal.

El haiku viene a ser, sabemos, algo como la descripción de un instante según entra por los cinco sentidos, o por algunos de ellos. Nada de filosofías. Sólo la brisa, el pálido sol de noviembre, un charco, y así, todo muy físico y epidérmico. Hay que ser, además, muy breve, porque el número de sílabas japónicas está limitado. Y tampoco está muy bien usar verbos porque sugieren que actuamos, en lugar de estar, simplemente, a la expectativa de la madre naturaleza, a que se manifieste. Que nos hiera los sensores un nanosegundo, y ya luego hacemos el inventario del momento: una mata de romero; un grano de arena gris marengo; un saltamontes.

Parece sencillo. Parece sencillo. Pero al pronunciar este tipo de frases el occidental siente miedo a no estar pillando bien el fondo del asunto. No nos precipitemos. Démosle facilidades al haiku como se las damos al sushi (¿o es que hay alguien que no desee que le guste el sushi?). Dejemos que nos seduzca, ¡que nos ciegue! Marchando una pieza magistral destilada por el genio, dicen, de Matsuo Basho en el siglo XVII, y saludada durante casi cuatrocientos años como la perfección hecha verso japonudo. Así pone:

Un viejo estanque/ una rana salta/ ruido del agua

He ahí la cumbre.

Pueden pasar dos cosas. Primera, que en la traducción se pierda mucho. Pero mucho. Segunda, que estén usando estos amarillos una variante de la treta iceberg, de Hemingway, con siglos de antelación y a niveles desconocidos de exigencia al lector. Esto es: yo pongo en el papel la palabra fuego, o la palabra escarcha, y tú pones el resto, o sea, sentir el verdadero fuego y la verdadera escarcha. Si no eres capaz, el culpable eres tú.

Pensamos en este blogue, de puro simples, que casi mejor salir a la huerta a oler la hierba y a beber la lluvia, en lugar de buscar ese olor y esas gotas en la tinta impresa de un librote de pasta de celulosa, por el que sin duda habrán sido capaces de cobrarnos.


Porque si uno, alguna vez, ha pagado por los poemas de Méndez Ferrín, es porque en la huerta no los encuentra.
 

14 de julio de 2010

герой лицо


Observe el lector con atención la cara del que sale en la foto. Abstráigase el lector de eso que parece un gorro ruso y de eso otro que podría asemejarse a condecoraciones militares. La cara solamente.


Si el dueño de esa facha se llamara Anacleto no sería sino un aldeano lerdo y un poco brutal cuya hermana, con la que vivía en la antigua casa paterna, pasó infancia y adolescencia aterrorizada ante sus brotes agresivos y su afición a rondar la queli con la chorra por fuera los gayumbos. A Cleto le dieron una escopeta y con ella dispara lo mismo al enemigo, que a un conejo, que a los menores de veintiseis años. Lo malo es que acierta.

Pero si el tipo de la foto se llamara Vassili, entonces sería ruso. Y lo que en Anacleto era claro signo de retardo intelectual, en Vassili se viene a convertir en carisma puro. Esa mirada, esos dientes, pasan a ser los de un avezado ajedrecista, o boyardo, o cosaco, o cosmonauta. No son nadie, los rusos. Esa escopeta podría haberla inventado él o Kaláshnikov, tanto da. Y en su presencia nos sentimos inferiores, pero tranquilizados por estar bajo la protección suya. Anacleto con su fusil nos los ponía de corbata, aún siendo nosotros de su pueblo.

En el fondo de nuestro ser existe la convicción de que cualquiera que hable otro idioma tiene que ser listo. Da igual que sea el suyo propio; el caso es que ha tenido que aprenderlo, y el ruso no parece nada fácil. Al vecino de al lado, en cambio, un buen día le conocemos las incorrecciones lingüísticas, un simple ”vamos ver”, un inofensivo dequeísmo, y ya se nos viene abajo la confianza en su ser enterito, de manera que si lo vemos empuñar un trabuco de largo alcance salimos despavoridos a entregarnos al enemigo, que al menos, pensamos, tendrá un algo de Gagarin ahí en el plasma sanguíneo.

El tipo retratao es un Vassili, sí. Ya sé que sois listos. Uno de apellido Záitsev, legendario francotirador que se hinchó a matar alemanes en la inverosímil e interminable chifladura de Stalingrado, apostado entre ratas, cadáveres y mugre, día y noche. Dependiendo de dónde leamos, fulminó a 205 o a 419. Dependiendo de dónde miremos, sus hazañas fueron o no exageradas por la propaganda soviética, por eso de la moral de las tropas. Dependiendo, instruyó o no a otros compatriotas en el arte de dar matarile al primer disparo; fue o no amante de otra fría y rubia tiradora llamada Tania.

Me encanta ese nombre.

Fascinados con la historia de este emboscado infalible, se nos fue la perola hasta unos cómics entitulados Hazañas bélicas que por suerte nos dimos prisa en leer hace veintisiete años, no fuera a llegar un ministerio de la paz y la concordia a retirarlos del kiosko. El dibujante era casi siempre Boixcar, y el prota yanqui, de nombre Chuck, Buck o Hank. Y venía de una pradera de Illinois. Casi al mismo tiempo recibía yo de lleno la ola marveliana, plagada también de biempensantes panolis del Medio Oeste. De Záitsev, de Tania, cuánto más estimulantes, no me habló ni cristo, y ya en mi educación empezaron a formarse serias lagunas. Años después veía, sin poder contener lágrimas de solidaridad, cómo en un concurso de misses un miembro del jurado, embajador o así de las Rusias, le preguntaba a una candidata qué sabía de su país. Ella contestó, titubeando un poco, pero poco: que está lleno de gente estupenda. Qué bonita respuesta. De verdad.

Por mi parte, tuve que esperar al vodka para saber algo más de Rusia, igual que tuve que esperar al Céline y al Cimino y a otros más para saber algo de la guerra.

Pero ahora, después de haber leído con atención a Louis-Ferdinand, a Jünger, a Galdós, a Saroyan, a Julio César y a Andrés Aberasturi, me he preguntado sincera y seriamente qué sé yo, exactamente, de la guerra, lo superfluo y anecdótico aparte: ¿qué sé?

Que está llena de gente estupenda.

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