Nadie sabe cómo ni por qué, pero el caso es que aquí, entre suicida y suicida, ya se lleva hablado lo suyo acerca de la Japonesia. Aunque nada sobre lo que más nos dice, casi, de esas tierras. O sea, las pibas, las minas, las gals.
Hoy tampoco va de ellas, sino de haikus, algo que nos intriga desde siempre y que pone una cosa del Japan en cada esquina del ring. A la derecha, ese aura de cultura guardiana de las cosas esenciales, que nos despierta empatía de inmediato. A la izquierda, esta sospecha occidental de que a veces nos venden el humo de la Kawasaki, aunque con gracia y carisma incomparables. ¿O es que alguien no ha visto a Bruce Lee (no era japonés, da igual), con lo de la tetera y el bí uoter?
Bien. ¡Que empiecen las hostias!
Pero antes una cosa os digo, lectores, lectorcillos: que esta vez me he documentado. Que soy así de riguroso con lo que pongo en órbita ciberespacial. Que he leído con aprovechamiento. He meditado. He paseado desnudo por mi casa. Me he rasurado los genitales con una katana.
Por tanto, un respeto para este post fenomenal.
El haiku viene a ser, sabemos, algo como la descripción de un instante según entra por los cinco sentidos, o por algunos de ellos. Nada de filosofías. Sólo la brisa, el pálido sol de noviembre, un charco, y así, todo muy físico y epidérmico. Hay que ser, además, muy breve, porque el número de sílabas japónicas está limitado. Y tampoco está muy bien usar verbos porque sugieren que actuamos, en lugar de estar, simplemente, a la expectativa de la madre naturaleza, a que se manifieste. Que nos hiera los sensores un nanosegundo, y ya luego hacemos el inventario del momento: una mata de romero; un grano de arena gris marengo; un saltamontes.
Parece sencillo. Parece sencillo. Pero al pronunciar este tipo de frases el occidental siente miedo a no estar pillando bien el fondo del asunto. No nos precipitemos. Démosle facilidades al haiku como se las damos al sushi (¿o es que hay alguien que no desee que le guste el sushi?). Dejemos que nos seduzca, ¡que nos ciegue! Marchando una pieza magistral destilada por el genio, dicen, de Matsuo Basho en el siglo XVII, y saludada durante casi cuatrocientos años como la perfección hecha verso japonudo. Así pone:
Un viejo estanque/ una rana salta/ ruido del agua
He ahí la cumbre.
Pueden pasar dos cosas. Primera, que en la traducción se pierda mucho. Pero mucho. Segunda, que estén usando estos amarillos una variante de la treta iceberg, de Hemingway, con siglos de antelación y a niveles desconocidos de exigencia al lector. Esto es: yo pongo en el papel la palabra fuego, o la palabra escarcha, y tú pones el resto, o sea, sentir el verdadero fuego y la verdadera escarcha. Si no eres capaz, el culpable eres tú.
Pensamos en este blogue, de puro simples, que casi mejor salir a la huerta a oler la hierba y a beber la lluvia, en lugar de buscar ese olor y esas gotas en la tinta impresa de un librote de pasta de celulosa, por el que sin duda habrán sido capaces de cobrarnos.