“Exploremos la zona para saber dónde nos encontramos...”
Con ligeras variaciones, es lo primero que cualquier buen náufrago planteaba a sus compañeros de infortunio, y tenía como finalidad principal confirmar si, como todo parecía indicar, se hallaban en una isla, o existía algún punto de unión con un continente, pasando a ser el territorio una península y la historia una decepción. Como casi siempre concluían que sí, que estaban en una isla, surgía de inmediato la primera duda-canguelo: ¿caníbales habrá? ¿fieras habrá? ¿la comida de alguien, somos? Sólo superado el susto se podía uno preguntar por el agua, la caza y la pesca, o sea: ¿alguien a quien nos podamos comer, hay?
Ahora falta explicar la envidia. Voy.
De todos los instintos que tenemos por ahí buceando, uno de los más populares parece ser el ansia de medirse con el otro, de superarle, lo que en términos prácticos, y en buena parte de la historia y la geografía, ha venido a significar encarar al prójimo e intentar destriparlo, balearlo o apisonarle el cráneo. A día de hoy, aquí, parece más que suficiente un golito más, un trío de jotas más, y, si uno es de ánimo algo virado, un coche de unos miles de euros más. Hemos dejado atrás aquel homicida y noble impulso de apiolar al vecino, sustituyendo con éxito la realidad del aniquilamiento y de la lucha a muerte por su metáfora en un tablero, una cancha o un examen tipo test. Mi desprecio para estos últimos.
Pero hay otras ansias genuinas que no han sido trasladadas a nuestro vivir de forma aceptable. Entre ellas, resolver las vacilonas realidades que se le presentan a nuestro náufrago: explorar, dibujar un mapa, encontrar un río, construir una cabaña en un árbol, una balsa, un arco; diseñarse, si eso, un taparrabos.
Yo sigo queriendo hacer todo eso, lo que me hacer pensar que no existe cambiazo alegórico en este terreno, en esos deseos. Porque la aventura no se puede comprar, aunque nos lo insinúen. No quiero yo, un poner, cogerme seis aviones, un barco y dos trineos para llegar a una base ártica desde la cual iniciar una travesía por un desierto helado, con un cámara adosado al culo, sabiendo de antemano que las voy a pasar fenomenalmente putas. No mola. Las aventuras de verdad, o sea, las de la ficción, no se preparan, sino que se presentan sin más, y uno ha de resolverlas forzosamente para continuar vivo, o entero, o cuerdo, o emparejado. ¡La vida es rara!
Yo sólo le pido un poco de su rareza. Lo cual viene a desembocar en esta concluyencia: quiero que la vida me obligue a tener una aventura molona, en una isla, o así, y para sobrevivir, o así. Si no me obliga, no es aventura. Si no es una isla, o así, no mola. Y para no molar ya tenemos la rigurosa realidad, en la que obtener un techo no pasa por construir con nuestras manos y nuestro ingenio una apañada choza en los árboles, sino por dilapidar la meninge y la saliva batallando con bancos, promotores, notarios y burócratas.
A veces esta civilización no me sirve. De verdad.