14 de septiembre de 2009

frases que daban envidia (tres)


“Exploremos la zona para saber dónde nos encontramos...”


Con ligeras variaciones, es lo primero que cualquier buen náufrago planteaba a sus compañeros de infortunio, y tenía como finalidad principal confirmar si, como todo parecía indicar, se hallaban en una isla, o existía algún punto de unión con un continente, pasando a ser el territorio una península y la historia una decepción. Como casi siempre concluían que sí, que estaban en una isla, surgía de inmediato la primera duda-canguelo: ¿caníbales habrá? ¿fieras habrá? ¿la comida de alguien, somos? Sólo superado el susto se podía uno preguntar por el agua, la caza y la pesca, o sea: ¿alguien a quien nos podamos comer, hay?

Ahora falta explicar la envidia. Voy.

De todos los instintos que tenemos por ahí buceando, uno de los más populares parece ser el ansia de medirse con el otro, de superarle, lo que en términos prácticos, y en buena parte de la historia y la geografía, ha venido a significar encarar al prójimo e intentar destriparlo, balearlo o apisonarle el cráneo. A día de hoy, aquí, parece más que suficiente un golito más, un trío de jotas más, y, si uno es de ánimo algo virado, un coche de unos miles de euros más. Hemos dejado atrás aquel homicida y noble impulso de apiolar al vecino, sustituyendo con éxito la realidad del aniquilamiento y de la lucha a muerte por su metáfora en un tablero, una cancha o un examen tipo test. Mi desprecio para estos últimos.

Pero hay otras ansias genuinas que no han sido trasladadas a nuestro vivir de forma aceptable. Entre ellas, resolver las vacilonas realidades que se le presentan a nuestro náufrago: explorar, dibujar un mapa, encontrar un río, construir una cabaña en un árbol, una balsa, un arco; diseñarse, si eso, un taparrabos.

Yo sigo queriendo hacer todo eso, lo que me hacer pensar que no existe cambiazo alegórico en este terreno, en esos deseos. Porque la aventura no se puede comprar, aunque nos lo insinúen. No quiero yo, un poner, cogerme seis aviones, un barco y dos trineos para llegar a una base ártica desde la cual iniciar una travesía por un desierto helado, con un cámara adosado al culo, sabiendo de antemano que las voy a pasar fenomenalmente putas. No mola. Las aventuras de verdad, o sea, las de la ficción, no se preparan, sino que se presentan sin más, y uno ha de resolverlas forzosamente para continuar vivo, o entero, o cuerdo, o emparejado. ¡La vida es rara!

Yo sólo le pido un poco de su rareza. Lo cual viene a desembocar en esta concluyencia: quiero que la vida me obligue a tener una aventura molona, en una isla, o así, y para sobrevivir, o así. Si no me obliga, no es aventura. Si no es una isla, o así, no mola. Y para no molar ya tenemos la rigurosa realidad, en la que obtener un techo no pasa por construir con nuestras manos y nuestro ingenio una apañada choza en los árboles, sino por dilapidar la meninge y la saliva batallando con bancos, promotores, notarios y burócratas.

A veces esta civilización no me sirve. De verdad.

6 de septiembre de 2009

frases que daban envidia (dos)


“¡Cogeré un quinjet!”


Para dividir a los superhéroes hay básicamente dos criterios objetivos:

Primero: los que tienen superfuerza y los que no: la superfuerza es aquella cuya magnitud excede en mucho la posible, en principio, en el ser humano más hercúleo, y su presencia se explica por lo general con los grandes clásicos del género: accidente radioactivo, avanzada ayuda tecnológica, pócima dopante o mutación. Entonces, los superhéroes sin superfuerza no son otra cosa que esforzados y atléticos mindundis. Se me escapa, además, el motivo por el que se dejan inflar los carrillos detrás de cualquier esquina en lugar de estar ganando medallas olímpicas a cubos, visto que T’challa, alias Pantera Negra, no-superstrong, saltaba treinta o cuarenta metros con un solo pie, de lo que se concluye, por otra parte, que la localizada en las extremidades inferiores nunca fue considerada superfuerza, y que aquí sólo cuenta la potencia del directo de reyerta tombolera.

Segundo: los que vuelan y los que no: es el verdadero criterio definitorio del superhéroe matao. Los que no vuelan lo son, con pocas excepciones (tendríamos aquí que hablar de la subcategoría de los ágiles, pero no es el momento). Siempre era denigrante ver una lucha entre un volador y un matao, aunque el primero fuese mucho menos fuerte. El chuleo era de órdago. Y el colmo de la vergüenza ajena se pasaba cuando, en cualquier situación de urgencia para la humanidad, los voladores acudían raudos al lugar indicado en tanto los otros se debían rebajar a requisar coches, correr (a grandes zancadas, como si eso paliara en algo el bochorno), o brincar y rebotar por el suelo y las paredes tal que si la vida fuese un circo. Para salvar la papeleta con cierto decoro, los Vengadores, grupo pijo, superventas y mainstream por excelencia, disponían de unos vehículos volantes llamados quinjet. Y, producida la contingencia, el superpringao de guardia recurría a la frase “¡cogeré un quinjet!” y salía a escape inflando pecho como un pichón. Tan poderosa era, la frase, que me hizo desear ser uno de esos musculetas impedidos que esperaban en la mansión engullendo la comida de Jarvis.

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