5 de noviembre de 2014

no lo diga cuando hable de libros


Aunque ya explicamos que resulta dudoso que leer sea algo recomendable, siempre habrá un ministerio, una concejalía o un programa de La 2 que presente, ordenados en lista, los motivos que existen para hacerlo. Un montón de afirmaciones relajantes y lenitivas sobre los tesoros que nos aguardan en las páginas de los libros. Una estampa de blancura, sillón y media sonrisa.

Una cosa nauseabunda.

Si por cuestiones de estadística hay, sin embargo, que buscar razones para leer, pues se buscan. Grosso modo parece haber dos. Una, poder decir que se ha leído. Dos, un impulso entre la curiosidad y la necesidad, que no son sino la misma cosa en diferentes dosis. Cualquiera de ambas nos lleva al libro, y una vez finiquitado éste, al chafardeo impúdico de nuestras impresiones al respecto. Pero hablar de libros no es de ningún modo una actividad exenta de riesgo.

Dicen que un artículo es útil cuando resuelve problemas. Aquí no hemos resuelto ninguno en cinco años, pero ahora sí: le aconsejaremos a usted, que recién termina un libro, para que no quede a la deriva en las conversaciones de altura que se le avecinan. En ellas no será tan importante saber qué decir como saber qué callar, para no dilapidar prestigio y autoestima como lector, humanista, outsider, francotirador, aspirante a hombre-libro de la fábula de Ray Bradbury.

En primer lugar, no diga que el libro en cuestión le ha hecho pensar. Parecerá que esa, la de pensar, es una actividad novedosa en su vida. Corre, además, el riesgo de que alguien se interese por las conclusiones a que ha llegado en ese intenso recapacitar, y saque a la luz la espantosa verdad: usted no ha pensado nada. Se ha apropiado por unos días de algunas ideas leídas y se ha camuflado en ellas hasta sentirse un intelectual top.

Tampoco afirme que el libro le ha convertido en una persona mejor. No lo haga. Quienes le rodean en lo íntimo, y le dan ejemplo edificante, se sentirán mal viendo que sus actos no significan nada al lado de unos párrafos que dictó John Grisham a su secretario mientras se sacudía del chaleco las migas del brownie. Por otra parte, usted sabe que la afirmación es falsa: va a putear a sus semejantes igual que hacía con trescientas páginas menos.

No manifieste que se identifica con el personaje. Todos nos identificamos. Obama, yo, un peruano. Todos cagamos y sufrimos y tememos a nuestra familia política. No quede como un sandio afirmando reconocerse en Holden Caulfield o sentir como propias las desdichas de Oliver Twist. La gente se dará cuenta, además, de que guarda usted la humana empatía para la ficción. Esa no es cosa de buen ciudadano.

No apunte, por su madre, que el libro tiene varios niveles de lectura. Usted es un listo y no hay más.  Hasta aquí, las frases podía emitirlas una persona normal algo despistada; pero ya no. Lo de los niveles de lectura revela sin error a un petulante, un fatuo, una mala persona de cajón, de la que uno no ha de esperar nada decente. Los niveles, aclaramos, venían ya en los cuentos infantiles porque El patito feo iba, además, sobre la discriminación y eso. Pero no importa. Usted pide a gritos un congreso sobre Kafka.

No se le escape que es un libro imprescindible para entender algo. Una macana de las gordas; no existe libro indispensable para entender ninguna cosa, salvo el libro mismo: Opiniones de un payaso resulta imprescindible para entender Opiniones de un payaso, de eso no cabe duda. Y ya está. Ni siquiera La saga / fuga de J. B. es ineludible para una vida plena de lucidez y clarividencia; luego, ninguna obra lo es.

No caiga, por último, en otro tópico de saldo, observando que el libro es complejo y profundo. Hágase un favor a sí mismo y no se humille con tan paupérrimo intento de ponerse estupendo. Hay libros complejos y profundos hasta extremos pavorosos, en efecto, pero no trate groseramente de aupar su personalidad a la altura de esos textos. Usted no es complejo, usted no es profundo. Imbúyase de esa sólida certeza y quedará en mejor disposición, en adelante, para cualquier cosa.

Ahora, deberá usted conseguir tres obras: Las once mil vergas, de Apollinaire, Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, y El gran cuaderno, de Agota Kristof.

Deberá leerlas. Y después de leídas, como ejercicio, deberá callarse.

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