28 de septiembre de 2011

lo bimboso


“Mira, la sensación más fuerte que he experimentado en mi vida (con la ropa puesta) fue cuando por primera vez oí a Diz y Bird juntos en St. Louis, Missouri, allá por 1944.”

Bien sabía el Miles lo que se decía. Pero aún nos hace falta otra cita:

“... si conocieras EL PODER del lado oscuro...”

Bien sabía también el Darth Vader.

La música es considerada una cosa amable, buena y encantadora, porque a veces es escandalosamente bonita. Bonita como un tigre con sus rayas. Bonita como una ecuación. Bonita como un desierto. Bonita como querer y sufrir.

Que eso de ser bonito tampoco está nada claro en qué consiste.

Más claro, en cambio, está lo del poder. En realidad, es la música algo diabólico, un genuíno parto del dark side, porque su poder sobre nosotros es espantoso y porque no entendemos ni palote de la causa de esa mística de los sonidos. Luego, es un misterio. Y, como todos los verdaderos misterios, jode que haya quien intente explicarlo pánfilamente.

No se sabe, mismo, por qué un mejunje sonoro como El bimbó (sí, sí) tiene algo de esa cosa melancólica que nos da ganas de apretarnos y de poner ojillos. Nosesabe nosesabe. Y no se sabe por qué Charles Mingus no la tiene y no nos las da, siendo, como era, grande y sabio músico. Nosesabe tampoco. Entonces llega un lector de El país semanal, que invaden el mundo en su busca del exprimidor perfecto y así, llega y nos pregunta que cuál es mejor, si Mingus o qué.

Un lector de EPS estas cosas necesita saberlas.

Pues casi el bimbó. Casi El bimbó, simpático progresista. Porque las ganas de apreteo y ojillos es lo que, las más de las veces, mide la calidad musical en nuestras vidas según las vivimos de la pe a la pa. Y a Charlie, con sus reivindicaciones raciales, ya le leeremos las entrevistas y ya ahí le daremos la razón. Pero si el invento de la canción tiene el apego de todos nosotros es por esa otra cosa.

Esa cosa que esperaba una referencia de altura cuando Georgie, en 1977, rescató del éter su tonada maestra y creó para la música lo que griegos y troyanos para la belleza femenina: la unidad de medida. En aquel caso remoto, la helena, sus porciones, sus centésimas, sus ralladuras de oro. Estaba en orden el mundo, porque eso de Troya era leyenda, hasta que a Heinrich Schliemann se le ocurrió ir a picar donde decía Homero y descubrió las ruinas sólidas del mito, y todos entonces caímos en la cuenta de que sí, de que había habido una mujer cuyo perfil, cuyo alzado, cuya asamblea de luz y de sombra habían logrado que ciegas hordas de barbudos se echaran a la mar aullando. A partir de ahí todo en la historia son más tragedias y más amour fou, porque ahora ya sabemos que de pasión se ha enloquecido siempre, que lo dicen los arqueólogos, y nos sentimos mejor con los antiguos asintiendo cuando perdemos la perola sin más ni más.

Quizá la gachí de Troya era un espanto. Georgie lo es, no hay duda. Pero nos vale como ejemplo chusco de que, a veces, también las músicas nos van a buscar y nos encuentran y nos meten la mano por la tráquea, pero con dulzura, como una enfermera guapísima y considerada. Y nos vale para, en rendido homenaje, bautizar como bimbó al metro o gramo de la excelencia musical estomacal.

Nada de Jimmy Giuffre ni de Albert Ayler ni de Ellery Eskelin. Estomacal hemos dicho. ¡Hostias!

Que todo hay que explicarlo tresientas veses.

Ahora yo no puedo parar de pesar las músicas en bimbós. Esto siete cuarenta, eso dos dieciseis. Yo sólo quiero tangos y boleros y canciones populares rusas o napolitanas. Sólo Malena, los Bee Gees y el Vete de los Amaya. Sólo O leâozinho, Jacques Brel, aquella de los Korgis, Nadadora con su tarde que gira, esa New slang by The Shins. Piezas de colosal magnitud bimbosa. Canciones, además, patafísicas. Porque yo me creí a Arrabal y Jodorowsky diciendo aquello de que la patafísica es la ciencia que estudia la excepción, y todas estas lo son. Excepciones, digo. Anomalías en la rutina de los acordes y de las tripas. Turbadoras y terroristas como caricias o bombas de mano.

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