16 de noviembre de 2009

cunqueiro, tatum y la incontinencia


El talento, el de verdad, debe ser algo difícil de manejar. Al mismo tiempo echarle freno y dejarse llevar por él, complicada paradoja esa.

El talento, también, debe ofuscar mucho, porque si no no se explica que tuercebotas como yo, como nosotros, podamos en ocasiones advertir al talentoso de que está cometiendo un error de los gordos mientras se columpia en sus virtudes. Como si estuviera haciendo una tortilla y se dispusiera a añadir chorizo, y nosotros, todos a coro, le recordásemos que a una tortilla no se la debe achorizar

De entre esos errores fáciles de cantar desde la grada, los más frecuentes son los que consisten en un claro abuso de las propias cualidades. A un futbolista le puede, como mucho, sobrar un regate, porque se la pispan. Pero a un escritor le pueden sobrar mil quinientos. Si Martín-Santos se hubiese dedicado al balón no habría habido entrenador, afición, compañero de equipo, ni, desde luego, defensa rival, que soportara sus gambeteos sin fin. Le habrían pitado, insultado, lanzado si eso algún ladrillo, o moneda, o pollo congelado, le habrían sentado en el banquillo, echado del equipo. Le habrían fracturado ambas tibias. Pero se dedicó a escribir libros. Y el deber de un lector responsable es jalear lo bueno y abuchear lo malo, aunque sea con cincuenta años de retraso. Martín-Santos, ¡chupón!

Lo que pasa es que hay casos en que no está claro que ese recrearse en los dones de uno sea una equivocación.

Álvaro Cunqueiro estaba tan endiabladamente dotado, tan tocado por la varita, que el tío no se podía aguantar las ganas. No se trata sólo de que pudiera escribir de varias maneras diferentes y deslumbrantes, que podía. Las ganas que decimos, esas que no se aguantaba, eran las de inventarse y narrar, siempre, una historia más. Porque la fantasía le impedía seguir el hilo principal con cierta constancia, haciendo que por el camino le asaltaran la meninge inverosímiles cantidades de minirrelatos, buenos, majestuosos todos.

Entonces, uno lee un libro de Álvaro y deglute unas setenta u ochenta historias con su principio y su fin, embutidas dentro de la teóricamente importante. Y ocurre que uno disfruta leyendo, pero al final no sabe muy bien por dónde ha ido, dónde ha estado. Y con los libros, como con los días, uno no sólo quiere pasarlo bien, sino que además quiere recordarlos, para revivirlos, para decir así: cómo molaban, aquellas páginas de Los inquilinos de Moonbloom en que la borrachera y el chorro de mierda; y también: cómo moló, aquella vez que corrimos la vuelta a la manzana en pelotas a las cinco de la mañana. Porque si no, un libro es tanto como un donut. Un placer tan corto. Y un libro deber ser comparable no a uno, sino a muchos, a innumerables, donuts.

Cunqueiro era el mellizo mindoniense, blanco, miope, prudente, literato, de Art Tatum. Tatum fue, a su vez, así como una divinidad sentada al piano. No de las pensativas. Una divinidad de las exuberantes y lujuriosas. Debió gustarle comer, como a Álvaro. Debieron gustarle los donuts y las mujeres de carne y de luz. Y ahora diría un crítico: eso se nota al oírle tocar. Pues no.

Lo que se nota es lo mismísimo que al leer al prócer de Mondoñedo: se nota que se sabe tan bueno, que se siente tan relleno de música, que no le queda otra que evacuarla por la vía rápida, vertiginosa, de sus diez dedos. Y eso es exactamente lo que hacía, para pasmo y depresión de pianistas futuros. A Tete Montoliú le preguntaron qué sentía al oír a Tatum. Dijo: “¡siento el impulso de quemar todos los pianos!”.

Parece que al terminar de tocar, Art, de escribir, Álvaro, se fueran a encoger de hombros y pedir disculpas, como si, sin poder evitarlo, hubiesen desparramado algo por todo el salón y nos lo hubieran puesto perdido. Perdido de pringosa genialidad.

Reclamo una melopea cósmica en honor a Álvaro y Arthur. ¡Exijo una calle para ellos en cada población del mundo!



1 de noviembre de 2009

la asombrosa verdad sobre mortadelo


Creo que era Juan Marsé, que cada vez que quería despotricar contra Umbral empezaba por eso de la prosa sonajero, y campanuda, y no sé qué más, y continuaba por recordar, detenidamente, que al de la bufanda le estaba vedada la creación literaria de vida, siendo lo suyo un limitarse a juguetear con las palabras. Y se quedaba el Marsé más tranquilo.

Luego va Borges y dice en una entrevista que Quevedo era grande, que habría podido corregir cualquier página de Cervantes, pero que nunca habría podido escribirla. Y remata el colosal chosco apuntando que la técnica sí, que el virtuosismo también, pero que Alonso Quijano y Sancho son amigos personales suyos, y que eso, da a entender, es una categoría diferente.

Parece, sin entrar en el gusto para las amistades de Jorge Luis, que la idea va estando clara. Sea cuestión de talento o de suerte, y por simplificar, se dan casos en que un personaje salido del caletre de un tipo que pasa media vida sentado en una silla, le llega a caer a uno tan bien, alcanza esa simpatía tal nivel de sutileza, que ya no se trata más de un personaje. Porque hay cosas que no se pueden inventar.

El ejemplo supremo de esto no es, desde luego, Don Quijote. Ni Miguel Strogoff, ni Holden Caulfield, ni el señor Grandet, ni Colometa. Tampoco el Corto Maltés, del que otro día hablaremos mal, ni Rorschachs, ni Shi-Kai.

Es Mortadelo.

Ibáñez se pudo imaginar un personaje calvo, gracioso, transformista, vago, medio cabrón. Igual Will Eisner se imaginó al Spirit con antifaz. Pero si Mortadelo le cae a uno tan irresistiblemente bien es por cómo es, y eso no se lo inventa nadie más que el propio Mortadelo, que es siempre él. A lo largo de miles y miles de páginas, Mortadelo actúa siempre como Mortadelo, pero en una infinidad de reacciones y gestos, mientras que Ibáñez, necesariamente: a) tiene altibajos creativos; b) tiene una capacidad limitada para idear muecas, maneras y ocurrencias; c) lleva cincuenta años dibujando mortadelos y al menos la mitad, en buena lógica, con el piloto automático.

Luego, Mortadelo no es posible como creación suya, ni de nadie. Ergo, Mortadelo existe por su cuenta.

Y aún más: ¿Hemos de creer que salen de la misma mano y cabeza los rutinarios Rompetechos, Sacarino, Pepe Gotera, que el prodigiosamente real Filemón Pi? ¿Pero es que tengo que descubrir yo el fraude? ¡Dejen de darle premios al Ibáñez!

Algunos personajes dibujados clasicotes, de largo recorrido, pongamos el Spirou de Franquín, pongamos el Tintín de Hergé, son puro papel, sin mordiente, sosísimos por más que sus historias sean magníficas. Lucky Luke llega un poco más, pero tiene contadas las posturas y los perfiles, y suele dejar la gloria para los secundarios (ese cuacocomekikí). Y Astérix y Obélix pueden tener algo de miga, sobre todo cuando se enfadan y gritan y se ponen rojos, pero, aparte de que son los romanos, o Acidonitrix, o el adivino, o Kerosen, los que caen bien de verdad, y de que los galos resultan a veces tan repelentes como el Correcaminos, de ellos hay como treinta historias en cuarenta años. Cada uno de sus ademanes y reflejos ha podido ser pensado y seleccionado y pulido. Astérix no vuela solo.

El carisma de Mortadelo, o mejor, su cantidad de vida, es casi ridículamente superior a cualquier personaje novelesco o comiquero que uno haya llegado a conocer. A cualquiera. Es por eso que, aún con arrollador éxito comercial y todo, dudo que a día de hoy se haya llegado a apreciar de verdad su condición insólita. Por suerte está este blog.

Para los escépticos, para los ciegos:

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