31 de marzo de 2012

el demonio en el retrete


Dos semanas hace. Releí el blogue de la pe a la pa, después de muchos meses de no. Una experiencia horrible, porque me pareció bueno. Muy bueno, a veces. Una cosa trágica. Me sentí indignado de inmediato: ¿qué esperaba el ministro, la conselleira, qué esperaba el alcalde para traerme mi peso, el peso de mis hijos y el de mis nietos en lingotes de platino purísimo y declararme orgullo de la demarcación administrativa? ¿Qué esperaban todos para ofrecérmelo todo?

Es sólo la primera parte del drama.

La segunda transcurre en los siete días siguientes. En el piso que habita esta gloria del bloguerío de culto, bonito pero pequeño, con sus puertas balconeras, con su baño situado a escasos tres metros y medio en línea recta, cuatro si hacemos una chicane, de donde se toma café, o té, o se habla de cosas, o se hace lo que sea que se haga con el culo posado. 

Es durando, decíamos, esa semana ominosa, que toda cuanta persona que por este sitio se deja caer va apareciendo, cosa de magia, indispuesta gástricamente, y más pronto o más tarde me pide para cagar. Aquí en mi hogar. Ahí, a tres metros y un tabique que no vale como barrera acústica, nada más visual, algo es algo. La educación, esa rémora, nos impide un mínimo de sinceridad y todo es un aquí el baño, naturalmente, aquí la luz, aquí el papel, llámame si me necesitas, naturalmente, estaré cerca, demasiado cerca, tanto que te oiré, naturalmente, tanto que me llegarán a la nariz fragmentos diminutos de tu deshecho intestinal, diminutos, naturalmemte, pero llegarán, pues eso es oler, cuánto lamento saberlo.

Como recurso supremo sólo queda el agarrarse con dolor a la guitar y hacer sonar furibundos power chords en tanto los bramidos empiezan, ascienden, se apagan.

Voy cayendo hacia lo tristísimo, así. Hacia lo melancólico. A mí habíamos quedado en que tenían que darme premios y cosas, y un ático con gimnasio y pasadizo a la batcueva. En troques, la gente, el mundo, cualquiera, venía y me cagaba en casa. Y sólo tenía mi educación para aceptarlo y una guitarra para oponerme simbólicamente. Como la Julia de Verano azul. Como el Woody Guthrie. Como la Joan Baez, pero sin querer frenar la injusticia en el mundo. Sólamente la flojera ajena en mi flat.

Había un modo. Siempre hay un modo sicalíptico cuando uno tiene una electric guitar, que ya dijo Zappa que es seguramente el invento más obsceno de siempre. La historia, resulta, recoge el momento en que la iglesia del medievo averiguó por dónde entraba el Maligno en la música y obligó a cerrar esa grieta a compositores y ejecutantes. Esa hendidura mortal llamada tritono, un intervalo, una quinta disminuída, dos notitas de nada, al fin. Prohibidas fueron por disonantes de más, por producir tristeza, se dijo, o calentón, o cambio de temperatura en los jugos, o inquietudes tendentes a lo filosófico. Quién sabe. Vedadas por ser el mal colándose en los sones, al fin, todo un motivo.

Y así ya supe.

Encerrado el visitante en el cubículo funesto, agarro yo las seis cuerdas y toco, mismo, un si y un fa, y voy dando la bienvenida al sicario oscuro de guardia. Es malo, sí, soltar diablos en casa, pero es mucho peor que te la caguen. Y al poco el invitado es todo prisas por salir, impedido, oh misterio, taponado en sus intenciones, destemplado en el evacuar, no se sabe, no se entiende, ergo no se caga.

Después, educadamente, el anticristo me pide sólamente una cosa a cambio: que le toque nomás una canción. Muy falso el mito del jevi y los infernales, no se lo digas tú. Suelen preferir Stella by starlight.

Ponen ojillos mientras escuchan, y yo me siento feliz, relleno de sentido, porque mi casa huele bien todavía y hay seres inmortales sentados en mi suelo, atentísimos a lo que hago.

Y se atusan el rabo y los pelos.

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