30 de octubre de 2013

plagas, pájaros, la mesa limón


Un caudillo tártaro sitiaba la ciudad de Caffa, en la península de Crimea. Luego de semanas de sitio, un brote de peste prendió entre sus tropas y las diezmó, forzándole a abandonar el cerco. Pero antes de hacerlo, montó el tártaro los restos putrefactos de sus muertos en las catapultas y los lanzó por encima de las murallas, para infectar cristianos.

Era el siglo XIV y la muerte negra le cayó al Occidente de los mismos cielos.

La enfermedad viajó a Italia en los barcos genoveses y, después, ya ella sola se arregló para aniquilar a media Europa. Porque la peste trajo cantidades inconcebibles de muerte y horror; y marcadas que quedaron sus huellas en eso que llaman el inconsciente colectivo.

Trajo danzas macabras a los teatros y juergas sin fin a las aldeas, pues todos se sabían condenados. Lo cuenta Hesse en Narciso y Goldmundo y yo metí dentro de ese libro una hoja venida de una especie de paraíso, quién sabe si movido por el inconsciente aquel.

Trajo también un atuendo de pesadilla, de tan siniestro y onírico: el de médico de la peste. Con sombrero fúnebre alado y máscara con pico de pájaro relleno de hierbas y trapos perfumados, para soportar el hedor y la miasma; con un palo para hurgar en los apestados sin acercarse del todo; con vidrios rojos en los ojos, en demanda de algún efecto mágico. El disfraz todo invocaba el ensalmo porque creían a las aves las culpables del mal, y si uno aparentaba pico y plumas quizá el veneno le tomara por aliado y pasara de largo.

Luego, idos los peores decenios de calamidad, el hombre renació. El hombre siempre renace porque no le queda otra. Y la máscara de la peste saltó desde el centro del terror al centro de la chirigota haciéndose popular en el carnaval de Venecia, y todavía hoy esas narizotas picudas no son caricaturescas, sino recuerdo de aquellos pájaros enormes y angustiados.

Sin embargo, aún renacidos todos, aún con Leonardo y con Fra Angélico, la idea de morirse no dio en mucho variar. Estaban y están la eclesiástica, ese estrés de la recompensa y el castigo; y la nihilista del no hay nada fuera del nacer y el espichar. Ambas de una pobreza, de una mediocridad, de una sosería colosales. De verdad. Ni de mujeres, ni de pirámides, ni de la otra vida sabemos ni palote más que los antiguos. Y me pregunto de qué me sirve a mí haber nacido en la era espacial.

Seguimos aquí esperando encontrar un bar con una mesa limón como la que, según Julian Barnes, había en un local de Helsinki en tiempos de Sibelius: los allí sentados estaban obligados a hablar de la muerte. Quizá en ella sería posible que las personas no asociaran el dejar de respirar con un montón de gansadas tétricas; quizá al fin dieran vueltas a este asunto usando su imaginación, a la que no le conocemos ningún terreno más propio.

Lo cierto es que todas las humanidades, desde los albores y eso, se han comunicado con el trasmundo de una u otra forma, mensajeteando de ida y de vuelta. Pruebas las tenemos todos, alguna vez, en nuestro entorno inmediato, pruebas que nuestra bienamada sociedad entierra deprisa por la mañana antes de los copos de avena con leche. Tenemos una historia larga, remota, de parlamentos con el otro lado, de médiums, de meigas, de aparecidos en el sueño y la vigilia, de lugares tomados por los espíritus, de vigilantes nocturnos que dimiten y, más que todo eso, de relatos del bisabuelo que se fue a Cuba y del día aquel en que nos dijeron que si hacíamos espiritismo y jijí jajá, y terminamos con la jeta color verde aceituna.

Pero de todo esto hay que hablar en la tele a las dos de la mañana. Que no es serio.

No es que me extrañe, no. A veces he llevado amigos a correr y hemos hecho doscientos metros al ritmo al que algún keniata se hace un maratón. Lo dice el cronómetro y las mates de parvulitos. Pero la conclusión de varios fue que no. Que era imposible. Que era imposible. Imposible.

Pues nada, oye. 

1 de octubre de 2013

esos maestros gabachos


Estábamos aquí perezosos hacia el mundo del cómic desde que todo blas decidió explicar en viñetas su pubertad dificultosa y sus opresivas relaciones de familia. Como siempre, era entrar en una tienda avistando manga y novísimos superhéroes, y ya teníamos tres cuartos de material descartados sin esfuerzo. Pero ahora era el cuarto cuarto, la pereza; entre ombliguismo ramplón, metafísica parda y dibujos excrementicios. Luego, a Bernet ya me lo sé, a Giménez, a Miguelanxo, a Eisner, a Fernandes, a Giraud. Ya me los sé. Y entonces, entonces, ¿qué nos quedaba entonces...?

Haciendo por averiguar, por interesarnos, habíamos descubierto tiempo atrás a Larcenet y a Bastien Vivès, habíamos pelado la pava un rato con Juillard, gabachos todos, mientras teníamos cero ganas de Paco Roca. Era ya, en todo caso, demasiado tiempo sin una obra que nos acuchillara las tripas. Demasiado para ese arte del que tanto esperamos desde el día que pasamos una hoja y se nos apareció Chihuahua Pearl y nos cambió el horóscopo por los siglos de los siglos.

Las bibliotecas públicas no producen nada. Resulta milagroso que existan, bien mirado, y es precisamente como cosa paranormal que las frecuentamos aquí. En una tarde raruna nos pusimos a excavar en banda deseñada y al centésimo golpe de pala dimos con el tesoro. Gabacho también. Habría que reconocerles a nuestros poco simpáticos, lo dicen las encuestas, vecinos, que eso de los cómics se les da. Se les da.

No tiene un título muy hechicero, Isaac el pirata. En eso convendremos. Pero dentro va toda una historia y toda una evidencia, otra más, de que el dibujo es una actividad enigmática. Dentro va el grande y complejo arte de narrar con palabras y cuadros; en este caso, además, las palabras y los cuadros de un único franchute talentoso, Cristophe Blain, que ilustra y guioniza su mismo parto. Suerte la suya.

Fue premiado Isaac, o Cristophe, en Angoulême, ese festival en que parecen dar un premio de verdad. Lo digo por la lista de obras que tuvieron el honor y lo digo porque a mí no me lo dieron nunca. El cuento del pirata, al fin, resulta tan brillante y enganchoso, resulta tan sorprendente y crudo que es muy corto el tiempo que va desde que empezamos a leer hasta que absolutamente nada de lo que pase nos da igual.

He pensado en el secreto de esos dibujos y esos colores. De esa apariencia tan desmañada con la lupa como convincente en conjunto, a cuarta y mitad del papel. He vuelto a la portada del tomo entitulado Los hielos y a las calles sucias por las que se va renovando el nombre de Alice en las voces de los hombres. He vuelto al barco congelado en que los marineros se destripan entre ellos, de gusa y enajenación. Lo he hecho por el placer y por el misterio, una vez más, de la belleza, esa idea sobeteada. 

No tenía bastante carga emotiva lo salido de las manos de Cristophe, que aún tuvo el azar que entrar por el patio de atrás y añadir sus cosas sólo para mí. Ocurrió en un tren porque sólo podía ocurrir en un tren. Y ocurrió por ir yo leyendo en Isaac una escena en la que una mujer se deja abrumar por la melancolía. Entonces, en mi tren, justo a mi espalda, una chica de verdad que hablaba por teléfono dijo, bajito, despacio, con una dulzura extrañísima:

… siempre me estoy yendo de los sitios… siempre me estoy despidiendo de la gente... estoy hasta la polla de despedirme de la gente...

Fui oyendo la frase durante el resto del viaje. Tuve que dejar de leer porque aquel trozo de nostalgia real era demasiado poderoso. Se hacía invencible para Isaac, para Alice, para Jean y para Henri, que son papel.

Su cara no la pude ver.

 

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