1 de octubre de 2013

esos maestros gabachos


Estábamos aquí perezosos hacia el mundo del cómic desde que todo blas decidió explicar en viñetas su pubertad dificultosa y sus opresivas relaciones de familia. Como siempre, era entrar en una tienda avistando manga y novísimos superhéroes, y ya teníamos tres cuartos de material descartados sin esfuerzo. Pero ahora era el cuarto cuarto, la pereza; entre ombliguismo ramplón, metafísica parda y dibujos excrementicios. Luego, a Bernet ya me lo sé, a Giménez, a Miguelanxo, a Eisner, a Fernandes, a Giraud. Ya me los sé. Y entonces, entonces, ¿qué nos quedaba entonces...?

Haciendo por averiguar, por interesarnos, habíamos descubierto tiempo atrás a Larcenet y a Bastien Vivès, habíamos pelado la pava un rato con Juillard, gabachos todos, mientras teníamos cero ganas de Paco Roca. Era ya, en todo caso, demasiado tiempo sin una obra que nos acuchillara las tripas. Demasiado para ese arte del que tanto esperamos desde el día que pasamos una hoja y se nos apareció Chihuahua Pearl y nos cambió el horóscopo por los siglos de los siglos.

Las bibliotecas públicas no producen nada. Resulta milagroso que existan, bien mirado, y es precisamente como cosa paranormal que las frecuentamos aquí. En una tarde raruna nos pusimos a excavar en banda deseñada y al centésimo golpe de pala dimos con el tesoro. Gabacho también. Habría que reconocerles a nuestros poco simpáticos, lo dicen las encuestas, vecinos, que eso de los cómics se les da. Se les da.

No tiene un título muy hechicero, Isaac el pirata. En eso convendremos. Pero dentro va toda una historia y toda una evidencia, otra más, de que el dibujo es una actividad enigmática. Dentro va el grande y complejo arte de narrar con palabras y cuadros; en este caso, además, las palabras y los cuadros de un único franchute talentoso, Cristophe Blain, que ilustra y guioniza su mismo parto. Suerte la suya.

Fue premiado Isaac, o Cristophe, en Angoulême, ese festival en que parecen dar un premio de verdad. Lo digo por la lista de obras que tuvieron el honor y lo digo porque a mí no me lo dieron nunca. El cuento del pirata, al fin, resulta tan brillante y enganchoso, resulta tan sorprendente y crudo que es muy corto el tiempo que va desde que empezamos a leer hasta que absolutamente nada de lo que pase nos da igual.

He pensado en el secreto de esos dibujos y esos colores. De esa apariencia tan desmañada con la lupa como convincente en conjunto, a cuarta y mitad del papel. He vuelto a la portada del tomo entitulado Los hielos y a las calles sucias por las que se va renovando el nombre de Alice en las voces de los hombres. He vuelto al barco congelado en que los marineros se destripan entre ellos, de gusa y enajenación. Lo he hecho por el placer y por el misterio, una vez más, de la belleza, esa idea sobeteada. 

No tenía bastante carga emotiva lo salido de las manos de Cristophe, que aún tuvo el azar que entrar por el patio de atrás y añadir sus cosas sólo para mí. Ocurrió en un tren porque sólo podía ocurrir en un tren. Y ocurrió por ir yo leyendo en Isaac una escena en la que una mujer se deja abrumar por la melancolía. Entonces, en mi tren, justo a mi espalda, una chica de verdad que hablaba por teléfono dijo, bajito, despacio, con una dulzura extrañísima:

… siempre me estoy yendo de los sitios… siempre me estoy despidiendo de la gente... estoy hasta la polla de despedirme de la gente...

Fui oyendo la frase durante el resto del viaje. Tuve que dejar de leer porque aquel trozo de nostalgia real era demasiado poderoso. Se hacía invencible para Isaac, para Alice, para Jean y para Henri, que son papel.

Su cara no la pude ver.

 

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