30 de junio de 2012

no os peguéis


Yo tuve un profesor con nombre de flor que decía que la historia de la humanidad es la historia del derecho. Tardé años en entenderlo, pero creo que ya. El derecho, una creación intelectual pasmosa con la que el hombre se autolimita, más que nada, el reparto y administración de las hostias.

Enki Bilal es un serbio que hace cómics, y en uno de ellos, futurista, oscuro, alumbró un deporte en que los rivales se medían alternativamente los raciocinios y las hostias que decíamos, boxeando un rato y jugando al ajedrez otro rato, y vuelta al ring, y vuelta al tablero, y así hasta que uno le explotaba la cabeza al otro, bien con un gancho o bien con un gambito de dama.

Enki debería haber supuesto que su fantasía sería llevada a la realidad por unos audaces aspirantes a hombre perfecto. Deberías haberlo supuesto, Enki.

Los audaces, entonces, le pusieron nombre al deporte nuevo, inventaron un reglamento y fundaron federaciones y cosas. Y allá que se fueron a calentarse las orejas y hacerse luego diagonales de alfil, como si fuera la cosa más normal. Y está bien. Porque nos creímos de niños aquellas historias en las que el tipo bruto era tangado fácilmente por el listo, que se zafaba de una merecida hostia, de las que decíamos, y nos ilustraba así, en connivencia con nuestros timoratos profesores, eso de que más vale seso que fortaleza. De ahí a dejar de correr por el patio y de subirse a los árboles, hay nada. Y después uno se despierta un día y es juan manuel de prada, o así. Y no ganamos para arcadas.

Pero a lo que íbamos, Enki, es que en el chessboxing parece ser que siempre se acaba antes la partida de chess que el combate de boxing, prevaleciendo entonces el kasparovismo. Y eso está mal porque tiene truco. Aquí hemos llegado a la conclusión de que si se trata de medir bien las cosas, la fuerza como es y la agudeza mental como es, la primera no se debe limitar ni amortiguar como no se amortigua la segunda. O sea que fuera guantes. Que tampoco hay protectores de espuma contra la mayor capacidad discurriente, y es pelea más cruenta a veces.

Sin embargo a todos nos parece natural. Tanto que a Enki, incluso en su imaginación, se le escapó esa corrección ya antigua: al cuerpo fuerte hay que lastrarlo de antemano, por la cosa de la peligrosidad. Pero la mente fuerte tiene derecho a todo. Mal. En esa curva de la ética, en ese desvío de los siglos, se han ido multiplicando las defensas legales contra la amenaza de la fuerza y el poderío físicos, pero nunca la ley ha podido inmovilizar una inteligencia grande y torcida, y hasta culturalmente se nos ha ido presentando a un tipo astuto como ser humano preferible a otro cargado de músculos, haciéndose burla y escarnio de los titanes, lo que viene a ser de la naturaleza misma.

Por ese camino estrecho se acaba arribando, triunfalmente, al cliché incontrovertible de la violencia física como lo peor de lo peor en que un mortal puede caer. Pero no lo es. Y ahora es cuando nos llaman frívolos y ligeros de cascos.

No lo es. Es sólo la más visible de las putadas, la más fotogénica, la única que da para sacar estadísticas del daño que nos hacemos los unos a los otros, a base de contar costurones y defenestrajes. Así ya podemos deducir anualmente si somos más violentos o menos, y con este y otros recuentos importantísimos captar fácilmente el signo de los tiempos, para concluir, sin dificultad, que el mundo es una caca y una vergüenza. Prestigiosa, profunda, respetada conclusión.

Cuando lo que importa de verdad es saber si somos cada vez más idiotas, y entonces vamos mal, o menos. Y entonces vamos bien.

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