24 de junio de 2010

la mujer imaginable (otra vez)


No había, por parte de la dirección del blogue, intenciones de retomar el post anterior sobre mujeres imaginadas, pero las cosas ocurren. Yo sólo quería leer acerca de Ching Shih, una pirata china que hubo.


Una vez oí en la tele una frase inteligente sobre la mujer. La dijo un tipo que era antropólogo y era listo, como respuesta a la insistencia de sus contertulios en señalar que la mujer debía ser independiente, y debía trabajar fuera de casa, y debía usar al maromo a su capricho, y así. Él se limitó a decir que estaba en contra de todo aquel que dijera que la mujer debía ser algo. Por supuesto su lucidez pasó fenomenalmente desapercibida. Pero no para mí, que muchos años después, frente a un monitor acer fastidiosamente apaisado, recuerdo aquella tarde remota. 

Porque la dama corsaria no sólo se emancipó de la dominación varonil, sino que puso firmes a miles de recios machos y al propio celeste emperador, que de seguro la deseaba. Una vez viuda se casó con su hijo adoptivo y acabó sus días, ya en tierra firme, al mando de una casa de juego y puterío, con el hijoesposo plácidamente colocado en ese otro antro de lenocinio llamado, en China también, Administración.

Pobre Ching. Vivió en una época en que su condición femenina no servía para ser vitoreada por las instituciones como pionera en una actividad inusual en el sexo débil (clausúrame el blogue, Leire, o una de esas, porfa). Pero, como compensación, a nosotros nos inspira.

Cómo no nos ibas a inspirar, Ching Shih, joven cerezo, sacada de un lupanar flotante por un líder pirata, un ayatollah del pillaje marino. Embrujar a uno así, con mundo, con poder, con cicatrices todo a lo largo, no es cosa fácil. Luego, Ching, o Shih, no sé, eras deslumbrante de veras. Y mirabas rasgado. Y se te daban las artes amatorias. Y después mandaste en cuatrocientos ocho navíos heredados de tu esposo fiambre, rebosantes de amarillos perros del mar.

Iba todo tan bien entre nosotros, Ching, cuando llegó Borges con su Historia universal de la infamia y se puso a escupir, con esa corrección británica, datos sobre tí... Que la fuente es The history of piracy de Philip Gosse, dice. Pero todo el mundo sabe que el chosco se inventaba las fuentes, y se inventaba minotauros y tigres, y se inventaba a su madre, que no la tuvo, porque Borges hubo de nacer de complicada coyunda entre tabla sumeria y tratado de Kepler, o así.

Jorge Luis, por tus muertos, por tus libros, cuando te dio por describir a nuestra piratesa, qué te habría costado callarte lo de “sonrisa cariada”. Ya sabemos que tú eras asexuado, que preferías ir a una biblioteca y acariciar lomos y encuadernaciones a la holandesa, pero de esto no había necesidad ninguna. A mí me destemplas el magín, me hundes la lectura. Porque una cosa es remontar un párrafo inconveniente de Manuel Vicent, y otra muy distinta librarse de una de esas frases tuyas, pesadas, como losas. Si quieres hablar de sonrisas cariadas te miras una foto de Rosalía, que tuvo una vida casi tan interesante. Y al Oriente me lo dejas en paz. Y además te digo, George Lewis, que no creo en la veracidad histórica del rasgo fisonómico: he usado el traductor chino de google y me salen con ese nombre montañas de ilustraciones de lindas damas, delicadas, enteras. Se adivinan sin dificultad sus treinta y dos piezas bucales resplandecientes, Jorge Luis. Vos me engañás.

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