24 de marzo de 2010

la idea de stefan y la de nick


Stefan Zweig tenía el pensamiento de que los escritores geniales no producen únicamente genialidades. También material vulgar. Bobadas. Paja. Aquí no estamos de acuerdo con Stefan en todo, pero esto nos parece bien. Así, seguía el vienés, lo mediocre puede venir en el mismo lote que lo bueno. Y de igual manera que no celebramos el descubrimiento de sesenta y tres cerezas pochas entre esos dos kilos tan baratos, de igual manera, dice Stefan, no deberíamos felicitarnos por lo que de tostón hay en un libro güeno. Y que, como si de cerezas se tratase, debiéramos desecharlo.

Así que siempre quiso hacer una edición abreviada de grandes títulos de las letras del universo, metiéndoles tijera podadora o sierra mecánica, según la consistencia de la prosa. En sus propios escritos afirmaba el bigotudo disfrutar mucho más suprimiendo que añadiendo; adelgazando, en fin, su palabra, su acción literaria, hasta estar seguro de que que todo lo presente en la página valía la pena. Y nos parece bien también. Porque una cosa es escribir mucho y otra escribir de más.

Prescindiendo ahora de que uno jamás compraría una edición abreviada de forma consciente, más que nada porque lo que haya o no de superfluo en la novelería no quiero que me lo decida Stefan, que ya yo, convengamos en que sólo la escasez da verdadero significado a las cosas, sean el respeto, la tirria, la confidencia o las drogas blandas. Las palabras y su uso son gratis e inagotables, se las regalan a uno el tiempo y la atención, y por eso no se tratan con cariño, cuando en tantas ocasiones las palabras y el cariño son la misma cosa.

Tendría entonces que ocurrir una escasez verbal. Bajo ese lema, Adelgace Su Palabra, se podría probar de limitar el número de las que se pudiesen pronunciar anualmente, en público o en privado. A voces o al oído. Y las personas mimarían más, mejor, o algo, lo que dicen, porque no podrían hablar todo el rato y en alguna cosa tendrían que entretenerse, y porque en teniendo tasada la facundia quizá los parlantes cayesen en la cuenta de todo lo que se puede decir y todo lo que se puede callar.

Aquí no se habla de gramática ni de lingüística. Herbie Hancock se quejaba una vez a Miles Davis, en cuya banda andaba, que mitad del tiempo “no sabía qué tocar”. Le contestó el Miles, que era un tipo con recursos: “pues entonces, Herbie, si no sabes qué tocar, ¡no toques...!”. De eso es, que hablamos aquí. Bien es verdad que un músico tiene un reducto limitado para ejecutar su pesadez. En cambio un plasta no cualificado, suelto por la calle, es necesariamente letal, es antihigiénico, agresivo, insalubre. Como la línea recta que nos enferma, si hemos de creer a Hundertwasser. Y en este blog le creemos.

Con la limitación ASP es posible que nunca más oyéramos a un gilipollas diciendo que Hamilton le ganaba a Alonso porque le copiaba las telemetrías; a nadie comentar que Paquirrín es una persona pública; a nadie explicar que un trabajo le interesa por su proyección social. Es muy posible también que, con esos segundillos para pensar y mirarse a la cara con las palabras nuestras, nadie, pero nadie, se declarase progresista, ni nacionalista, ni feminista, ni se viese sólidamente asentado en una ideología ni en una escala de valores. 

Es tan posible que se me saltan las lágrimas sólo de pensarlo.

Querría estar presente cuando a alguien se le agotara el saldo del peroraje y quedara mudo a mitad del relato de su ventajoso crédito o de sus niñas fagotistas. Querría ver a las personas de bien experimentando entonces una común explosión de júbilo, improvisando una fiesta fenomenal.

Pero cuando llego a ese punto del fantaseo me imagino al tío palizas mirando en silencio desde la calle, como en los boleros, la party desenfrenada. Y me empieza a dar pena.


4 de marzo de 2010

de llorar


Emociones no hay tantas como personas, sino muchas más. Sin embargo hay el verbo, emocionarse, que no sabemos de resultas de qué razones idiomáticas, se refiere nada más que a una cosa, bonita a su manera, quién lo podría negar: la lágrima. Sola o en compañía de otras. Siendo o anunciándose. Subiendo por la garganta o bajando por la mejilla o temblando en la repisa pestañera. La tragedia o los pucheros.


Hoy, aquí, hablamos de los pucheros.

Las novelas no se los han sacado, los pucheros, a uno. El cine, en contables ocasiones. Las contamos. Una, Las uvas de la ira: buena parte de la película. Dos, Senderos de gloria: chica a la que obligan a cantar en un garito ante unos soldados hechos puré de persona humana. Tres, Espartaco: héroe que agoniza en la cruz mientras su amada le muestra al bebé de ambos y le dice: míralo, Espartaco. Es tu hijo. ¡Es libre..!

Las tres, descubiertas con más o menos uso de razón. Las tres, que abrieron un boquete en el costado emocional de nick, quien, no obstante, pudo continuar viviendo a la búsqueda de nuevos y más intensos padecimientos.

Pero antes, mucho antes, en años en que las viñetas de Bruguera eran la parte más importante de su educación, uno ya había tomado del frasco con las “Joyas Literarias Juveniles”. Estaban los folletines de Dickens: Oliverio Twist o Nicolás Nickleby. Lacrimógenos, sí, pero que no llegaban a hacer daño, quizá por lo teatrales y por lo previsibles, como groseros dramones que eran de principio a fin, sin sorpresas, sin zarpazo insidioso al lector. Estaba, mucho más peliagudo, Taras Bulba, cuyas últimas páginas encogían las entrañas: el anciano caudillo cosaco asiste disfrazado a la decapitación de su hijo, quien lo reconoce desde el patíbulo y le grita “padre, ¿estás ahí? ¡Viva nuestra madre Rusia..!”, mientras el fiero Taras, entre la multitud, llora como una magdalena...

Sin embargo, el hostión definitivo llegó tras un título tan anodino como Aventuras de John Davys. Y me estoy fiando de mi memoria. Porque puede hacer treinta años, y eso es mucho arriesgar en un post. La historia: John Davys es un marino, así como inglés, así como del XVII o XVIII, al que el azar va llevando y trayendo por esos mares y esos mundos, al que le pasa de todo, y que encuentra en una isla, así como griega, al amor de su vida. El amor de su vida se llama Fatinizza. Pero John Davys se ha de ir de nuevo, a sus guerras y sus cosas de honor. Y sólo años después consigue regresar a la isla. La encuentra devastada por los piratas y abandonada. Echa a correr entre las ruinas gritando “¡Fatinizza..! ¡Fatinizza..!”, para acabar topándose a una consumida octogenaria que sigue allí, en la nada, medio ida, y que le cuenta que Fatinizza siempre le esperó y que murió con su nombre en los labios.

Por alguna razón, porque ella no se llamaba Bernarda, sino Fatinizza, porque no me ví venir un final semejante, porque mi amor de la EGB me tenía escocido esa semana, por lo que fuera, este, y no otro, fue el exacto momento en que descubrí que leer podía ser malo. Sentar mal. No sólo el zumo de naranja; leer también. Sépanlo los ministerios de cultura. Sepan que lo de Fatinizza se me clavó en el corazón, y de seguro me puso en guardia ante lo que yo tenía por inofensivos dibujos, y quién sabe si ante el enamorarse, ante las islas griegas, ante el regreso de los largos viajes. Quién sabe.

Poco después hube de soportar la defunción de Gwen Stacy. Pero fue distinto. Lo ví todo. Lo entendí todo. Pude odiar al Duendecillo Verde. Pude alegrarme de que lo atravesara un trozo de hierro. A Fatinizza no supe quién, ni cómo, ni cuándo, la había borrado del mundo, y mi rabia no tuvo blanco ni dirección. Y con ella me quedé.

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