17 de diciembre de 2009

la mansión del malo (uno)


Existen un montón de respuestas de cajón para explicar por qué, donde hay una confrontación de altura entre un bueno y un malo, el malo resulta siempre e
l personaje más atractivo. Y cuanto más visual es el antagonismo, más verdad es esta verdad. En el cine y en el comic, entonces, que se ven sus caras y su ropa. Que se ven sus casas.

El bueno suele estar largamente capado en su personalidad. La lista de cosas que le están tácitamente prohibidas son las mismas que dan peso al malo, porque al malo le está permitido contener cualquiera de las sombras, taras y depravaciones que son la sal de la vida y del queré. Y del héroe sólo viene molando lo que de maloso pudiera tener. Así que nuestros sueños, si somos sinceros al soñar, sólo pueden ser proyectados en el villano. En particular, en su casa, en su vil residencia. La casa del bueno, bien no se nos enseña, bien es sobria y sosainas. Porque el bueno hay una cosa que, en general, tiene: buen gusto standard; y una cosa que, en general, no tiene: dinero (sabido es que Batman es un bueno-malo, oscuro, tenebroso y esquizoide, y es en su porción sombría que encaja ese rasgo inequívoco de maldad que es la opulencia).

Lo que aquí nos interesa son los malos de fuste, no pandilleros de arrabal. Esos con la facultad de intimidar al planeta entero, motivo por el que han de contar siempre con un gran mapamundi a la vista, bien sea en cartón de primera, bien en pantalla múltiple pixelada, bien en depurado holograma. El mapamundi no sólo sirve para situar los efectivos del perverso, sino que viene a dar la medida de su fortuna, de su maldad y de sus complejos, porque si algo es el malo es un ser acomplejado y eminentemente infantil. Y de esta efervescencia de billones, vicios, imaginación (suele ser un tipo imaginativo), puerilidad, obsesiones y conocimientos (suele ser también un tipo preparao, y a menudo sabe música e idiomas), brota lo que nos interesa, decíamos, sobre todas las cosas:

¡La mansión del malo!

¿A quién le importa tres cojones la casa de un millonario contenido que colecciona arte y viste de Armani y pretende rodearse de cosas con clase?

Al Hola. (En este blog lo leemos también, sí).

Estos usos tan poco personales de los dinerales hacen pensar que el buen gusto está, primero, limitadísimamente definido, y segundo, infinitamente sobrevalorado, de manera que en un rico, también en un no rico, la dimensión de su personalidad es inversamente proporcional al pánico por resultar paleto, hortera o friki. Pero un malo capaz de decirle cuántas son cinco al presidente de los USA está, naturalmemente, muy lejos de esnobismos semejantes, y su mansión no refleja sino lo que debiera reflejar la vivienda de cualquiera, o sea: qué tipo de bicho vive allí, qué tiene dentro, qué le gusta de verdad, qué ansía, qué le da legítimo miedo, qué le divierte.

Entonces, mientras este blogmaster acaricia el proyecto de un libraco sobre el particular (para lo cual habrá de recopilar documentación proveniente de cientos de filmaciones y comicuchos de las últimas cinco décadas), estará bien imaginar cómo sería la mansión del malo, si el malo fuese uno.

Pero en este post ya no queda sitio.

2 de diciembre de 2009

el tipo de danza invisible


Está bien coincidir en gustos con otra persona, y entonces es fácil hacer buenas migas con ella. Pero la verdadera e indestructible amistad la forja la coincidencia en disgustos. Así que este post tiene, entre otros, el propósito de conseguir amigos para su autor por la vía de la comunión de repugnancias.


¿Por qué, sin embargo, mancillar esta bitácora de intachable recorrido? Pues porque aquí se habla de demasiadas cosas geniales. Porque las ilustraciones son demasiado bonitas. Porque los comentaristas son ingeniosos, certeros, irónicos, guapos. ¡Porque esto empieza a doler de puro sublime!

Entonces he pensado, me he dicho, esto necesita algo de abono, aprovechando, por qué no, el post número diecisiete. Es por la armonía, pues, por el equilibrio, que plantamos aquí, en mitad de Tatum, de Mishima, de Jethro Steelfingers, la siguiente blasfemia, el siguiente zurullo:

Danza Invisible.

Así de entrada, podría parecer poco importante que el tipo de Invisible Dance relinche como una yegua tirolesa. Es nauseabundo, en efecto, pero como nauseabundos son tantos otros humanos emisores de sonidos que nunca tendrán una línea en este filantrópico blog. Sin embargo, calidades las hay en todo, no sólo en el español que enseñan en los colegios bien. Hay asesinos de calidad; desperdicios de calidad; enfermedades de calidad. Y hay cantantes insufribles de calidad, como este. Es el Ferrari, la quintaesencia, de su especie, capaz como ninguno de crispar los nervios con esos convulsivos cacareos gallináceos, con ese gustarse, ese gozarse, ese no caber de placer en la propia piel y los propios histéricos grititos. ¡Y luego están esos bailoteos, joder!

Tiene este representante de nuestra cultura, no obstante, una cualidad sumamente práctica, y es que resulta útil como referencia dialéctica. A la manera de quienes, para describir algo, señalan una cosa muy distinta con el fin de utilizarla, inmediata y astutamente, en ilustrativa oposición, si alguien, un impúber, una novia, un comunista, nos preguntara: ¿y cómo es cantar bien?, sería bonito responder: ¿tú sabes como canta el Ojeda? Pues eso no, ¡lo otro!

Ahora que todo el mundo reclama leyes para todo, y habiéndolas, por ejemplo, contra el feísmo urbanístico, es decir, habiendo sus señorías decidido lo que es hermoso y lo que no, habiendo vertido, depositado en la historia, en fin, un juicio estético, yo echo de menos una regulación a la semejanza en materia músicopestosa. Si se prohíbe en ciertos sitios la construcción de una casa con almenas, con lo chulas que son, y azulejado chillón en la fachada, con lo decorativo, y ventanas circulares, con lo molonas, entonces, digo yo, decimos en este blog, persígase, sanciónese, pénese también, como más nocivo y pernicioso, el sonar en el transporte público o en cualquier recinto abierto a la gente honrada, de rosanas, orejas, morfeos y danzas, mil veces putos todos. Y ni una broma con esto: hablamos de la salud de las masas inocentes. Como diría (guiño para los blueberrienses que leen este blog, un total de dos), como diría el fantasma de las balas de oro: ¡¡ Daño, daño...!!

Tener, en fin, la desgracia de ser alcanzado por una hedionda tonadilla de Danza Invisible mientras uno va, confiado, en el autobús, es ser víctima de la más brutal de las agresiones contra el buen humor y la filantropía. Responsable de, al menos, una de las canciones más infectas que jamás hayan podido concebirse (sí, ¡esa!), resulta un misterio impenetrable que este sujeto haya podido oírse a sí mismo (¿lo ha hecho?) durante más de veinte años. Más allá de gustos. Incomprensible.

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