29 de julio de 2011

jorge luis en k'un lun


Las cosas infinitas son una tentación muy grande cuando se cuentan historias. Por eso los castillos suelen ser inexpugnables, el valor de los tesoros, incalculable, y el mejor guerrero, invencible, aunque luego vaya y palme a la primera. Y eso está mal. Se es invencible o no se es. Pero todos se toman estos y otros infinitos a chirigota menos Borges, que va y nos planta delante, crudamente, lo que es ser inmortal, lo que es ser inolvidable y lo q
ue es serlo todo, que es ser el aleph.

Religión aparte, parece la mitología el terreno mejor para los infinitos, y su versión moderna vienen a ser los superhéroes, porque para ellos cualquier adjetivo doméstico se nos queda corto. Entonces hay unos cuantos ent
es que son eternos, como el Vigilante o Galactus, y algunas cosas que son indestructibles, como el escudo del Capitán América, el esqueleto de Lobezno o casi todo lo que acaba rompiendo la Masa.

Puño de Hierro era un superguy venido con la ola de fiebre por las artes marciales de los setenta, y su relato original, un lindo revoltijo de mitos, fábulas y cosas. Como suelen serlo las historias enormes, vayan de Merlín o de Gilgamesh. Puño parece un héroe modesto si nos ponemos a comparar, pero en su cuento también se presenta lo in
finito, que es algo que nos da siempre envidia porque para nosotros todo es provisional y fugaz, y estamos hasta los cojones de que nos expliquen que así es la condición humana.

El niño llamado Daniel Rand tiene nueve años. Su padre, Wendell, embarca a la familia en un viaje a las montañas tibetanas porque tiene un mapa y una firme creencia en la leyenda de K’un Lun, según la cual existe una ciudad habitada por inmortales que sólo se muestra visible al mundo un día cada diez años, en algún lugar de las nieves himalayas. Ese día único es posible entrar o salir de ella, y después se cierra la puerta cósmica y hay dos lustros por delante,
sea de este o del otro lado. No sabemos dónde está K’un Lun, la ciudad, el resto del tiempo. Quizá ensimismada, en los aires, como Castroforte.

Según los cálculos de Wendell, la ciudad ha de ponerse a tiro de los ojos mortales el día mismo en que, fatalmente, se mata él en las alturas con una ayudita de Harold Meachum, su socio, también presente en la cordada. Meachum le envidia a Wendell la mujer y su parte del negocio, porque es un envidioso y porque ese apellido lo predestina a lo ruin, que ya lo dijo Calvino. Harold es rechazado y maldito allí mismo por la recién viuda, y la abandona a su suerte junto con el churumbel. Ambos
dos vagan, penosamente, por la nieve y los abismos, hasta que estando en las últimas alcanzan, sin ser muy conscientes, los aledaños de la ciudad eterna, que se aparece en mitad de la nada. Pero sólo Daniel logra traspasar su umbral gracias al sacrificio de ella, su madre, llamada Heather, devorada por una nube de lobos.

Daniel es recibido por
Yu-Ti el encapuchado, autoridad mayor de K’un Lun, que le anima a apagar su sed de venganza imbuyéndose de filosofía parda y estudiando las artes peleadoras con Lei Kung, master supremo. Caminando el tiempo, el chico logra ser lo más de la marcialidad artística, conquistando incluso el codiciado poder del puño de hierro tras darle matarile a un dragón de las nieves y hundir sus manos en el corazón fundido de la bestia.

Diez años justos desde su orfandad traumática y su entrada en K’un Lun, Daniel se enfrenta a la decisión de abandonar la ciudad o quedarse en ella convertido en inmortal. Yu-Ti le tiende el fruto que le ha de muda
r en ser eterno, pero el joven Rand lo rechaza y se excusa, turbado: cada una de las 3652 noches transcurridas ha sufrido la visión, como un zahir, de su padre despeñado y de su madre desangrada, y desdeña vivir para siempre por salir al sucio mundo en busca de venganza, que la sigue queriendo, que cree Daniel que es otro infinito porque la toma por indispensable, irrenunciable, inevitable.

Aparece K’un Lun de nuevo, por aquel lapso breve, entre las cordilleras erizadas. Daniel sale, condenándose a muerte. Y el universo vuelve a girar sobre sí mismo.
Horriblemente cruel, sí; la historia de un dolor tan insoportable que ni siquiera vivir por los siglos de los siglos garantiza el olvido, lo que es probablemente una paradoja. Porque nunca sabremos qué habría decidido Daniel junto al árbol de la eternidad, frente al fruto arrancado por Yu-Ti, si hubiese leído lo que Borges dejó escrito en El inmortal, luego de su visita a la ciudad escondida:

“Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas (...)”


“No hay méritos morales o intelectuales. Homero
compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres (...)”

Entonces, si el joven Rand hubiese comido el fruto habría, en realidad, asegurado su venganza, pues antes o después habría sido el hombre que se venga de Harold Meachum, como habría asegurado el fin de sus dolorosos recuerdos siendo, más pronto o más tarde, el hombre que olvida para siempre el asesinato de sus padres. Pero en lugar de esta certeza total, ineludible, eligió una posibilidad dudosa de revancha y una existencia con las horas contadas.

Y le pasó p
or no leer.

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