25 de julio de 2009

una grulla en la taza de té


Tuve mis motivos para comprar este libro: molaba la portada, molaba la edición. El título estaba bien. Y el precio era lo mejor de todo.

Una vez comprado, mis motivos tuve para no leerlo: el autor, Yasunari Kawabata, ya me había decepcionado en Lo bello y lo triste, tras pescarme también a base de título; y, por accidente, había leído una frase acerca de la novelaca que ensalzaba, suponemos que para animar a su lectura, “su belleza descriptiva y su perfección gramatical”. Ni más ni menos. Y luego estaba lo del té. ¿Qué me podía esperar a mí en este volumen nipón?

Me esperaba una foto. Los libros de segunda mano tienen fotos dentro.


Dos varones adultos posan en lo que parece un muelle, puede ser el mar, puede ser un río o una ría. Puede ser el extranjero, puede no ser. Ambos poseen gesto decidido, dispuesto; intenciones concretas: si están aquí no es para hacerse, sin más, esta foto. El que está de pie puede ser el más joven o puede ser el más resuelto, o puede ser ambas cosas. El sentado es probablemente el marido de la persona que tiene la cámara, que es mujer con toda seguridad, pues un tercer hombre habría provocado muy diferente lenguaje corporal en los fotografiados. O no.

De que son los años setenta, ninguna duda.

¿Hay alguien entre los presentes, libre de supersticiones, que se hubiera atrevido a tirar, así sin más, esta foto a la basura? ¿Nadie? Bien. Pues yo tampoco.

Entonces tenemos una foto con la que uno no sabe qué hacer y un libro japonés de entre cuyas hojas ha salido el problema. El problema fotográfico. Antes de que se transforme en moral, anímico o místico, debemos leer el libro japonés y encontrar en él, dónde si no, la pista o instrucción, nos tememos que simbólica, que nos ilumine acerca del proceder que de nosotros espera el universo, ahí agazapado tras la puta instantánea.

Así empiezo a leer, por primera vez, una novela buscando algo.

En la página 30 pone: “los objetos, es cosa cierta, tienen a veces un extraño destino”.

En la página 76 viene V a casa. Se la enseño, la foto, y me dice: “esto es Vigo”. Teniendo en cuenta que él es de la Costa da Morte y yo de las Rías Baixas, el suceso me cubre de vergüenza. La foto ha perdido misterio. Es Vigo. También ha perdido poder. Ahora sigo leyendo para encontrar además, en el libro japonés, dónde si no, un consuelo para mi bochorno.

Acabo el libro. Mi bochorno sigue intacto. Pero la novela es bonita. Yasunari constantemente habla de objetos. La historia no es sino la de unos objetos, jarras varias veces centenarias, usadas en la ceremonia del té, que pasan de unas manos a otras, de los muertos a los vivos, cargadas de metralla espiritual. Y dice el prota, Kikuji, en la página 195: “¿Romper esta taza? (...) Numerosos dueños la han transmitido de generación en generación, con gran respeto (...) Y, finalmente, ha llegado hasta nosotros. ¡Oh, no! No es una pieza que pueda ser destruída así como así, por puro capricho.”

Luego, haciendo caso al Japón, pues quien dice taza dice foto, pues quien dice siglos dice decenios, no rompo ni tiro la estampita. Comprendo además que el respeto a los seres sensibles por cuyas manos ha pasado, y el sentido íntimo del documento gráfico, me ordenan dar una oportunidad, si bien remotísima, al azar, colocando la imagen en el ciberespacio para que alguien, quizá ellos mismos, reconozca a los fotografiados, los recuerde y reclame el cromo de cartón, que hasta entonces quedará guardado en la página 30, esa que habla sobre el extraño destino de ciertos objetos...

18 de julio de 2009

superhéroes contra novelas gráficas


Cuando uno habla de cómics “de superhéroes” se refiere, exactamente, a aquellos de Marvel, con los cuales creció, editados por Vértice en formato revista, en la España de finales de los setenta, cuyas portadas y traducciones eran cosa, impepinable y respectivamente, de López Espí y Salvador Dulcet. El haber podido leerlos a tierna edad, estos y no otros (sobre todo, no otros), fue, visto lo visto, un favor del destino. Superheroicamente, yo estuve allí.

Cierto es que la Chica Invisible era una sosa; Namor, un borde; la Masa, un dormirse; el Capitán América, el Capitán América; cierto que al Doctor Extraño no le sentaba del todo el traje. Pero incluso en el menos bueno de los personajes podía encontrarse algún chispazo de brillantez creativa, fuera estética o argumental, y en casi todos los casos algo parecido a cierto respeto por el gusto y la inteligencia del público destinatario de la cosa. Por eso no me gusta que se ningunee a los superhéroes (aquellos), mucho menos cuando hay quienes se empeñan en considerar algunos de los truños que, en parte, componen la risible etiqueta de novela gráfica, como el everest de la viñeta.

Más allá del valor de unos u otros cómics, semejante terminología anticomplejos, adoptada con furor por la prensa, recuerda vagamente a aquel parto crítico-comercial llamado música new age, de hace una pila de años. Hagamos memoria: por parte de avanzadísimos medios y gurús de la cultura se presentó como hecho histórico contrastado e indubitable, esto es, se informó, con alivio, de que el rock, esa fruslería, había muerto, y el precipitado de la verdadera música adulta (capital adjetivo este), luego de siglos de intentos perpetrados por patanes e incapaces, había sido obtenido.

No nos cebemos ahora en comentar lo que, en un noventa y ocho por ciento, resultó ser aquello. Sólo en que, de rondón, a rebufo de una palabrería idiota, se colaron en el mercado musical adulto (capital adjetivo) verdaderas montañas de detritus sonoro.

Lo que ahora parece que se cuela en la comiquería, y en su difusión, son historias, a menudo de paupérrima calidad gráfica (dado que estamos ante una graphic novel, el entendido acudirá a términos como naif o feísta, cuando no a la expresión deliciosa torpeza, haciendo ver que todo es intencionado y que Art Spiegelman o Marjane Satrapi dibujarían como Jean Giraud a la que se lo propusieran un poco), historias que suelen consistir, por lo demás, en una con frecuencia autobiográfica retahíla de traumas, frustraciones y moratones del espíritu. Eso. Ante todo, que se note que somos adultos.

No obstante sería interesante que ese maduro público, hooligan de Maus-Premio-Pulitzer, le echara un vistazo, por ejemplo, a la serie Paracuellos, de Carlos Giménez. Por desgracia el dibujo es magistral, pero se podrán resarcir porque vivencias personales terriblemente dolorosas, amargas y traumáticas, hay un rato. La putada es que creo que no es novela gráfica.

Si uno no es novelista, ni tampoco autor de cómics, parece mucho menos dañino para el mundo que escriba una mierda de novela a que produzca una birria de cómic. Porque su excremento literario, con un pelín de suerte, será rápida y despiadadamente vapuleado en cualquier suplemento cultureta, y restaurado así, sin mayor trastorno, el equilibrio del orbe. En cambio, su roña con viñetas tiene una peligrosa cantidad de opciones de ser saludada como fresca, prometedora, espontánea, o así, por los especialistas del ramo, que carecen aún de aquel saludable reflejo vapuleador y son comprensivos, abiertos, antidogmáticos convencidos.

En los superhéroes de Marvel (y otra: aquellos) se advierten al instante, cierto que en cantidades irregulares, cierto que no en todas las series, varias de las cosas de la siguiente lista: Oficio. Competencia. Conocimiento. Profesionalidad. Talento. 


Nimiedades.




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