Naturalmente que hay una piscina-estanque. Que la piscina-estanque es muy grande. Que aprovecha las caprichosas oquedades naturales de la roca. Que su parte más alegre se introduce en la sala naranja. Que el agua está caliente. Que no hay cocodrilos en ella, sino una imponente estatua de Namor posada en algún lugar del fondo. Que no hay tiburones en ella, sino la entrada, en forma de monstruosas fauces, a una gruta.
Naturalmente que esa gruta se estrecha y lleva al dormitorio preferido de Miyako, quien lanza los dados parsimoniosamente cada vez que oye el sonar del agua. Un trío de reinas es la muerte para el buceador. El resto de jugadas, la mayor de sus fortunas. Al cuchillo de Miyako o a su cuerpo, lleva esa gruta arriesgadísima. El malo puede acceder por otras puertas a la estancia ninfática, pero suele preferir el danger subacuático y el supremo goce que le sigue. Por eso desprecia las amenazas de los presidentes del mundo y se carcajea de los asesinos a sueldo. Porque sabe que morirá a manos de su dulce asesina oriental.
En el semisótano se emplaza uno de los más ambiciosos y, según se mire, humanitarios proyectos del amo de la mansión y del mal: la cámara de los talentos hibernados. A ella deben ir a parar aquellos músicos empeñados, por el motivo que sea, en afear sus propias e innegables cualidades. Por ahora sólo hay dos: en estado de suspensión vital se encuentran Prince Roger Nelson y Keith Jarrett. Ambos están ahí para ser salvados de sí mismos, no por egoismo del malo, quien, antes al contrario, los reanima de vez en cuando y les invita a hacer su música libres de viciosos tics: ¡Prince -ordena el jefe-, un blues! ¡Prince, una seguiriya! ¡Prince, una mazurca! Y todo va fenomenal cuando llega el instante, impepinable, en que el enano engancha un ritmo funky apisonador que ya será incapaz de soltar hasta que, cerbatana mediante, se le duerme y vuelve a meter en la hibernadora por otro par de meses.
Con Jarrett las cosas son algo distintas. A Keith se trata solamente de dejarle tocar el piano, pero nunca sin su bozal reforzado, hecho a medida para impedir los trinos y gorjeos que han desesperado a varias generaciones compradoras de sus Standards vol. I y vol. II. Ocurre sin embargo que, necesitado como está de tener los miembros libres para tocar, la cosa funciona hasta que nuestro hombre, ya en quinta a fondo y endemoniado por sucesivos trabalenguas de semifusas, pierde el dominio de sus manoplas, que son furiosamente repelidas por las teclas y salen proyectadas hacia la mordaza para descuartizarla, con rabia furibunda, en cuestión de segundos. Y venga cerbatana.
Esos dos tarados agotan sobremanera al maloso, y cada nuevo experimento con ellos lo sume en profunda melancolía. Él tiene gusto, él es sensible, él estuvo enamorado, él es riquísimo, él es clarividente y juguetón. El mundo es idiota e injusto sin remedio. ¿Hay alternativa a la megavillanía?