31 de agosto de 2012

be water, dantés


Está escrito en el Yogatattva upanishad que quien practique diariamente, durante tres horas, la postura sobre la cabeza, conquistará el tiempo.

Edmundo Dantés, conde de Montecristo, lo hizo. Conquistó el tiempo ciento setenta años hace; no conocemos con exactitud si la postura sobre la cabeza fue determinante en su conquista porque Dantés, al fin, sigue siendo un buen trozo de misterio.

A Edmundo en sus grandes rasgos y en su aventuraza no se lo ideó Dumas padre propiamente, sino su conocido negro Auguste Maquet, y en sus detalles y sus costumbres íntimas ya sí Alexandre entró, dicen. No sabemos si deber a Augus o deber a Alex la singularidad de este personaje grande, anterior a Nemo, afligido, desapegado, jugador de ajedrez con el mundo y con las libras de carne, imbuido de orientalismo.

Pero no nos hagamos un lío.

Anterior a Nemo, decíamos, lo es en veinticinco años, los que van de 1844  a 1869. Como él, arrastra dolorosa carga, es cerebro aventajado y la suerte de la especie humana le importa tres cojones. Anterior a The Phantom lo es en casi un siglo, y a El hombre que ríe de Salinger, esa otra joya, en un siglo bien pasado. Y sin embargo, ya gasta mansión subterránea en las rocas de la isla de Montecristo y ya se acompaña de fiel esclavo mudo negro e imponente. A nosotros, con lo del subterráneo rocoso y alfombrado nos ganó para siempre, qué queréis.

Edmundo conquistó el tiempo, también decíamos. Lo tuvo que hacer porque lo aprendió todo y se hizo experto en todo en unos años dilatados, no hay otra, hasta el infinito; la alquimia, los latines, las drogas del mediodía, la banca, la cocina, la esgrima, el jiu jitsu. Cada cosa con su filosofía anexa y su facundia anexa. Lo tuvo que hacer, además, porque su amada, Mercedes, tantos años después, lo reconoció a duras penas y se dijo, Mercedes, a sí misma, entre los cortinajes:

No puede ser tan joven.

Edmundo, entonces, cabalgó sobre los años a su otra manera, y dos décadas le fueron como dos siglos para saber, para dominar el espíritu del Oriente hasta el punto de cesar su piel de plegársele sin él querer.

Siendo así esto último no es verosímil, Alex, Augus, que lo fíe todo al desquite y a un odio largamente enquistado, que es un veneno para la vida, pero de cajón, pero de primero de sabio. No nos cuadra. Que no.

Vamos a aceptar, en cambio, que acabe llegando, al fin de más de mil páginas, a que el amor es lo único y lo solo. Lo vamos a aceptar porque la idea la tenemos por buena y por cierta, para bien y para regular. Y porque a todos nos entraba por el ojo la principesa dignísima y jovencísima, aún sólo fuera por el nombre, Haydée, qué hermosura de nombre.

Ahora, dominar las metafísicas del Levante y adueñarse de los granos de arena del reloj para luego dejarse consumir míseramente en la venganza como un vulgar del vulgo, pues, dejadnos repetir, pues es que no.

¿Que si es, el tochón, una obra magna? Naturalmente que lo es. Pero para leer eso no vengáis aquí, que ya tenéis a toda la web repitiéndolo al unísono, y es por eso que es un coñazo, la web. 

Os digo más: largaos ahora mismo.



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