31 de mayo de 2012

si un día me pilla un coche


Adelantamos hace tiempo en este blogue, de puro innovadores, que leer puede ser tan malo como bueno, o más, quién lo sabe. Advertíamos a las autoridades para que ponderaran el asunto. Para que decidieran si, pues es bueno, seguir dale que dale al fomento, vigile su peso, camine, compre un tensiómetro, visite Cantabria, lea; o si más bien, pues es malo, optaran por prohibir, y sumergirnos entonces en el Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Todo su sentido tiene.

El libro de Ray yo no lo caté. El correspondiente películo de Truffaut, ese con al menos dos escenas emocionantísimas, sí. Podría parecer muy extravagante eso de que los bomberos tengan por misión localizar y chamuscar los libros en posesión de la ciudadanía. Pero la extravagancia es ya menos cuando atendemos a los motivos del jefe de los firemen, que son distintos de los nuestros, pero son, qué duda cabe. Que los libros hacen desgraciada a la gente, dice. Que le llenan de pájaros la chola. Que tienen los libros, algunos, esa cualidad de reagrupar a las personas, según hayan o no leído. Que quien haya echado un ojo a Nietzsche se sentirá superior a quien no haya.

No son malas razones, pero aquí las tenemos mejores. Porque mientras a los complejos de inferioridad se sobrevive, a la embestida en carrera de un seat ibiza granate ya no está nada claro. Dígolo esto porque, deformada mi psicología por el papel impreso, yo continúo parando los coches mirándoles a los ojos. He ahí el porqué del título, de mis temores, de más cosas.

La escena:

yo quiero cruzar. El sitio es difícil, dudoso, bien para mí o bien para el coche, el ibiza colorao, que vacila, que amaga, como yo mismo. Entonces decido pasar, un impulso, como encararse con un skin, el valor que sale sin ser llamado. En el movimiento sorpresa, autoafirmándome, mantengo a raya a la bestia clavando mi mirada intimidatoria en sus faros, que sepa que no se le puede ocurrir arrancar ahora, que este es mi momento, como dicen las folklóricas.

Me apuntan los que me conocen que no. Que mal. Que el coche lo conduce alguien y que debo dirigir el ojo al driver para avisar de las intenciones mías, y ver si se aviene o si qué. Pero de eso me acuerdo después. Cuando llego a la otra orilla victorioso, como quien ha pasado por delante de un rottweiler sin correa, nomás a fuerza de superarle en carácter.

Sé que tiene todo un parecido neurálgico con aquello de Don Quijote y los molinos, ese libro que no leí, justamente. Que habré visto mucho párrafo y mucha viñeta de héroe encarando monstruo, dominándolo con fortaleza de ánimo. Que de las moralejas de los Andersen y los Grimm salí indemne, más que nada porque nunca pesqué ninguna, pero de estas otras cosas se ve que no. Que, de un modo o de otro, leer acaba tarando. ¿Oíste, ministra?:

Leer tara.

A mi infancia le pareció siempre muy mal no tener superpoderes ni encontrar mapas viejos en las cuevas. A mis quince, no conocer ningún conde de Champignac que me inventara vehículos submarinos y pilulas para aprobar sin estudiar. A mis veinte no les enfadó ya tanto no haber crecido en Ardis Hall, o así.

Pero como ahora me pille un coche me va a parecer fatal.

Que está muy bien salir en las entrevistas dando las gracias al Stan Lee, al Julio Verne, al Víctor Mora, por habernos hecho vivir fantabulosas aventuras y eso. Pero, sabedlo, yo los demandaré desde debajo de las ruedas de un todoterreno chosco.

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