24 de diciembre de 2010

guinnevere had green eyes...


Llegamos a los Hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros, de Steinbeck, porque no hay quien pueda resistirse a las leyendas artúricas. De cajón es. Y porque queríamos, más que nada, el libro que aclarase y refiriese todos esos combates, torneos, incestos y hechicerías que, como la Biblia, vamos conociendo a pedacitos desde niños, sin llegar a completar el puzzle nunca. Que si la espada del yunque, que si Mordred, que si Merlín, que si Arturo con corona y cornamenta. Pero saber, nadie sabe bien.


El libro nos hace falta, mal que nos pese, porque con el cine no se puede contar. Ignoramos los motivos, pero el caso es que los superproductores fílmicos se dedican a regalarnos nueve horas de señores de los anillos para contar tres veces la misma batalla, a razón de mílion dólars la docena de segundos, mientras Arturo, Gawain, Perceval, esperan sentados y pasan los siglos. Fantaseábamos entonces con el novelón definitivo, esclarecedor, y, para bien ser, producido por un escritor de verdad. Y resultó que Steinbeck lo había hecho, o lo había querido hacer. En los cincuenta se lanzó a la versión de la Morte d’Arthur, de Thomas Malory, librote del xv que viene a ser lo más parecido a la historia completa que buscábamos, desorientados entre centurias, opúsculos y leyendas orales. Lo que quería John, atrapado en el sueño caballeresco desde chiquito, era poner el texto de Malory en las palabras y en el alcance de nuestros días, sin inventarse nada y sin omitir nada. Y barbaridades, haylas. Acometió el trabajo, titánico, piramidal, con acierto y un entusiasmo que mantuvo durante años. Pero por alguna razón que desconocen sus editores, sus familiares y este blog, dejó la obra a medias. El problema para el lector actual, quiere decirse, para mí, es que ese abandono de John acaece, si nos hemos de fiar de la bonitísima edición de Edhasa de 1986, en el preciso momento en que empieza el tomate entre Lanzarote y Ginebra, que se estrechan en un oscuro aposento cercano a la cámara del rey luego de trescientas páginas de mutua devoción sin mácula: “... y el aturdido Lanzarote buscó la puerta al tanteo y bajó torpemente las escaleras. Y sollozaba con amargura.”

Ahí. Ahí se va a rajar el Steinbeck.


Yo, que leí
a de buena fe, que no me había saltado las descripciones del paisaje ni nada, cerré con violencia el truncado folletín y corrí a la biblioteca profiriendo pecados, carnet entre los dientes, presto a llevarme por la fuerza el original de Malory, aunque contase en antiguo. Que así no me quedaba yo, sin marujear los encuentros ilegítimos de la Guinnevere y el Lancelot. Pero ocurrió que, localizada la Morte d’Arthur, hojeada, la Morte, en los dos generosos tomacos que el hijo listo de la duquesa de Alba dio a la imprenta, empezó a estar menos claro el asunto de saltar alegremente de un libro a otro. Porque Steinbeck, ese traidor, se hace mucho más inspirador que Sir Thomas, y más de fiar en la narración de los amoríos, que todo el mundo sabe que han cambiado mucho del v, y del xv, aquí.

De algún modo había que matar la gusa medieval. Abandonado por el cine, puesto caliente por las letras, me quedaba la historieta, el cómic, la monigotería. Hora de dar una oportunidad al clásico que, por dos motivos, había evitado hasta este famélico momento de mi vivir. El primero, su título de cuento infantil moralejoso: El Príncipe V
aliente. El segundo, el aspecto de su protagonista, un feroz guerrero con cejas depiladas y peinado como Conchita Velasco. Temía uno de esos chascos que a veces causan los clásicos incontrovertibles de cualquier cosa, y cuya larga lista podría muy bien encabezar La diligencia, de John Ford.

Pero no. El Príncipe Valiente de Hal Foster es güeno. A ratos, sorprendentemente güeno. Los ratos menos mejores
se deben, suponemos, a los altibajos propios de lo que sea que se haga ininterrumpidamente durante más de cuarenta años, y, en mayor medida, y según parece, a la dejadez del mundo editorial. A una imperdonable falta de cariño hacia el trabajo gráfico de un artista como el Foster. En protesta, la foto que se junta a este post es de un original de Harold, pre-manipulación impresiva y colorística.

De la historia propiamente nos gusta el augurio que al prota le hace una bruja, nada más empezar: correrás muchas aventuras, pero no serás feliz. Eso es un principio. Y nos gusta también, de la historia, que Valiente llega a caballero de la Tabla Redonda y de otoño en otoño se pas
a por Camelot, donde, sí, está Arturo, está Lanzarote, está Ginebra. Y así cerramos el círculo. Sin embargo, voy siendo consciente de que no es leyendo al principés que podré asistir al desgarro sentimental del trío. Voy sabiendo que, o es Malory, o no es.Y no sé si tanto podrá mi marujismo.
 

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