23 de febrero de 2015

jacques de lalaing: lanzarote era de borgoña


Seguramente forman mayoría quienes creen que los caballeros andantes son cosa fantasiosa, nacida de ese ensueño novelesco de recorrer los bosques batiéndose a espada y liberando doncellas. Sin embargo, esa mayoría subestima a la realidad, que siempre es muy ancha en el espacio y muy profunda en el tiempo. A la que se escarba un poco, se acaba sabiendo quién fue Jacques de Lalaing; y sabiendo quién fue Jacques de Lalaing, queda uno a dos cafés de la creencia en las hadas y los dragones.

El mito artúrico del campeón con yelmo emplumado encontró su caldo del cultivo en la última Edad Media, cuando la literatura hecha de materia de Bretaña tenía a los guerreros intoxicados de fantasía. Como salidos del tarro de Chrétien de Troyes, el siglo XV dio a luz caballeros de lanza, emblema y diáfana coraza; de elevados ideales y altruistas intenciones. Entre ellos, parido por madre y subido a bestia cuadrúpeda, existió un Lanzarote que igualó sobre la cruda tierra la destreza literaria del de Camelot, y le superó en lealtad absteniéndose de colocar a su rey una corona suplementaria.

Nació Jacques de Lalaing en Borgoña en 1421, y fue educado en los latines y las armas; con ellas asombró a su duque, Felipe III el Bueno, y al mismo monarca; con ellas hubo de servir a ambos, guerreando antes de echar pelusa bajo la nariz. Luego, tras hacerse hombre y armarse caballero, fue el portentoso Jacques pasmando al orbe medieval en justas y torneos que le veían inexpugnable a caballo y a pie, con lanza y con tizona.

Inspirado por uno de sus vencidos, el itinerante paladín Juan de Bonifacio, se lanzó Lalaing al camino para dar lustre a su nombre con hazañas de armas. Antes de hacerlo, impuso al siciliano el deber de llevar un brazalete de oro, cuyo candado sólo podría abrir la doncella que resultase poseer la llave.

Lalaing caminó el mundo, luchó en España, Portugal, Borgoña, Escocia y dondequiera que los reyes no prohibiesen los duelos honorables. Y venció una vez y otra. Quizá necesitado de aliciente montó un pas d'armes, plantando su pabellón en un punto de paso y exigiendo combate singular a todo caballero que quisiera franquearlo. Si declinaba, había de dejar sus espuelas como signo de humillación; si quien pretendía cruzar era una dama sin escolta, debía desprenderse de una prenda que más adelante podría rescatar y restituirle un guerrero victorioso.

Historia, no novelería: prendas, doncellas y caballeros andantes. Reales como un rapero o como el punto de cadeneta.

Esperó Jacques  en el llamado Paso de la fuente de las lágrimas a los reacios oponentes, entre los otoños de 1449 y 1450. Los fue derrotando uno a uno y concluyó triunfante su desafío, lo que le dio rutilante renombre en tierra europea. Luego, peregrinó a Roma y volvió a la corte del duque borgoñón entre vítores, envuelto en un halo sobrehumano.

En 1453 caía Constantinopla y se desperezaba la imprenta. Ambos acontecimientos se tienen por signo del cambio de edad del hombre, hacia la modernidad. Pero hubo aquel año otro hito, otro final:

Lalaing combatía en Gante una rebelión contra su duque. Se dice que en la batalla cabalgó cinco monturas distintas, a medida que se las iban matando; se cuenta que, otra vez, fue imposible derribarlo, como a un Aquiles con más verdad. Pero Aquiles nació a tiempo y Jacques demasiado tarde: había ya pólvora y balas. Y una de ellas, desde la distancia, reventó su cráneo, intocable para los filos y las lanzas.

Era el futuro matando y era el guerrero antiguo, el más grande, muriendo sin saber de dónde y cómo llegaba la muerte. Así fue aplastado el viejo modelo de los héroes.



25 de diciembre de 2014

la mejor frase del cine español


El cine español tiene también su corazoncito. Se da sus premios y se jalea y hace bien, porque entre la ciudadanía siempre ha tenido injusta fama de plúmbeo y sobre todo, de subvencionado, ese argumento estupendo y automático.

Pues, ved, aquí nos gusta el cine español. Una generalización sin mucho sentido, cierto, pero que viene a querer decir que, en atención a la estadística, es más probable que nos guste una película española elegida al azar que una sueca, letona, alemana, elegida al azar. Como no frecuentamos el cine letón, ni el bávaro, ni el sueco, esto, en realidad, es solo un hablar. Con un fundamento pillado por los pelos, tal como se suele largar del cine español. Así equilibramos la balanza de las tonterías.

Cuando se habla de cine, lo suyo es una actitud tanto más entregada cuanto más nos acercamos a los tiempos y lugares de David Wark Griffith, y tanto más quisquillosa cuanto más a esta semana, a este día, y a estas tierras. De las comedias, mismo, sabemos que se ha de venerar a Lubitsch y a Wilder porque sus películas eran redondas; mecanismos eficaces; relojes de precisión. Tan cierto como que los diálogos de Enrique Jardiel Poncela esperan sentados, en una cuneta de la historia, una mitología equiparable.

Sabemos, igualmente, que cualquier comedia moderna buena será necesariamente peor que las de los antiguos maestros. Los relojes de ahora, se ve, no son precisos; y si lo son les falta encanto; y si lo tienen les falta el mérito de los pioneros de la relojería. Esto último, claro,  no es alcanzable en tanto no se invente la máquina del tiempo y pueda correr Fresnadillo a medirse con Murnau con iguales pistolas.

Existe, queríamos decir, una película que las tiene todas para hacer asomar medias sonrisas cuando se la cita como magnífica: es comedia; moderna; española; acontece en el piso de unos gays; sale Alonso Caparrós; su título parece adjudicarle categoría palomitera. Cine sin pretensiones, pues. Víctor Erice asiente. Gutiérrez Aragón asiente.

Y sin embargo, Perdona bonita, pero Lucas me quería a mí es perfecta. Un artefacto carismático como bomba de anarquista y exacto como cuchillo de protones. Un ingenio construido por Dunia Ayaso y Félix Sabroso en el que Wilder, nos aseguran, no metió mano. Pleno de actores sembrados, diálogos sembrados, escenas sembradas, en una siembra que avanza, sin hacer círculos, hacia uno de los momentos por derecho memorables de la historia, decíamos, del cine español: la mejor frase nunca pronunciada en un film de entre Barbate y San Andrés de Teixido.

La actriz que la dice no es famosa, pero está esplendente; como Roberto Correcher, Esperanza Roy o Gracia Olayo. Ella, Lucina Gil, es una inspectora de policía que llega a la escena del crimen a desclavar cuchillos de cocina de un tal Lucas, junto a una estrafalaria ayudante que se llama Maricarmen. La poli va perdiendo los nervios entre tanto gay escurriendo el bulto y contando coartadas delirantes en torno al chulo difunto. Porque, en realidad, a la inspectora le están despotricando de su Lucas; de su Luqui Luqui Lu. Y va siendo empujada por la loca maquinaria colectiva hasta el borde de todos los ataques, donde su pánfila ayudante va y le espeta unas cuantas verdades incómodas. Entonces llega, estupefacta, temblorosa, la frase:

Pero bueno... ¿cómo te atreves, Maricarmen de mierda...?

Una cosa es un artículo y otra cosa es otra cosa. Hay que verse la peli para apreciar que este post no tiene nada de humorístico en lo que hace al grueso de su contenido. En ese momento, en esa trama, así dicha, no podemos hacer otra cosa que reconocer la frase como la más grande jamás articulada en la cinematografía hispana, justo remate en guinda colorada a una comedia canónica. Y habrá quien se esté riendo. Pues no te rías, copón.

Maldita sea. La hemos visto entera varias veces. Hemos hecho y rehecho a lo largo de una vida nuestra lista de películas top, y esta sobrevive a cada revisión. Sí, también Kubrick y Truffaut y Rossellini, que nadie se descoque. Y Gonzalo Suárez y Stanley Donen. Es una lista egregia porque es nuestra, y cuantos más años cumplimos más nuestra es y más egregia, porque se parece menos a las de las revistas y más a lo que nos gusta. El gusto, ese asunto aleatorio.

A lo mejor, a los ochenta y cinco, de vuelta de todo, venimos aquí a deciros que Perdona, bonita... es la mejor comedia de la historia. Estaos atentos.


Gracia Olayo

5 de noviembre de 2014

no lo diga cuando hable de libros


Aunque ya explicamos que resulta dudoso que leer sea algo recomendable, siempre habrá un ministerio, una concejalía o un programa de La 2 que presente, ordenados en lista, los motivos que existen para hacerlo. Un montón de afirmaciones relajantes y lenitivas sobre los tesoros que nos aguardan en las páginas de los libros. Una estampa de blancura, sillón y media sonrisa.

Una cosa nauseabunda.

Si por cuestiones de estadística hay, sin embargo, que buscar razones para leer, pues se buscan. Grosso modo parece haber dos. Una, poder decir que se ha leído. Dos, un impulso entre la curiosidad y la necesidad, que no son sino la misma cosa en diferentes dosis. Cualquiera de ambas nos lleva al libro, y una vez finiquitado éste, al chafardeo impúdico de nuestras impresiones al respecto. Pero hablar de libros no es de ningún modo una actividad exenta de riesgo.

Dicen que un artículo es útil cuando resuelve problemas. Aquí no hemos resuelto ninguno en cinco años, pero ahora sí: le aconsejaremos a usted, que recién termina un libro, para que no quede a la deriva en las conversaciones de altura que se le avecinan. En ellas no será tan importante saber qué decir como saber qué callar, para no dilapidar prestigio y autoestima como lector, humanista, outsider, francotirador, aspirante a hombre-libro de la fábula de Ray Bradbury.

En primer lugar, no diga que el libro en cuestión le ha hecho pensar. Parecerá que esa, la de pensar, es una actividad novedosa en su vida. Corre, además, el riesgo de que alguien se interese por las conclusiones a que ha llegado en ese intenso recapacitar, y saque a la luz la espantosa verdad: usted no ha pensado nada. Se ha apropiado por unos días de algunas ideas leídas y se ha camuflado en ellas hasta sentirse un intelectual top.

Tampoco afirme que el libro le ha convertido en una persona mejor. No lo haga. Quienes le rodean en lo íntimo, y le dan ejemplo edificante, se sentirán mal viendo que sus actos no significan nada al lado de unos párrafos que dictó John Grisham a su secretario mientras se sacudía del chaleco las migas del brownie. Por otra parte, usted sabe que la afirmación es falsa: va a putear a sus semejantes igual que hacía con trescientas páginas menos.

No manifieste que se identifica con el personaje. Todos nos identificamos. Obama, yo, un peruano. Todos cagamos y sufrimos y tememos a nuestra familia política. No quede como un sandio afirmando reconocerse en Holden Caulfield o sentir como propias las desdichas de Oliver Twist. La gente se dará cuenta, además, de que guarda usted la humana empatía para la ficción. Esa no es cosa de buen ciudadano.

No apunte, por su madre, que el libro tiene varios niveles de lectura. Usted es un listo y no hay más.  Hasta aquí, las frases podía emitirlas una persona normal algo despistada; pero ya no. Lo de los niveles de lectura revela sin error a un petulante, un fatuo, una mala persona de cajón, de la que uno no ha de esperar nada decente. Los niveles, aclaramos, venían ya en los cuentos infantiles porque El patito feo iba, además, sobre la discriminación y eso. Pero no importa. Usted pide a gritos un congreso sobre Kafka.

No se le escape que es un libro imprescindible para entender algo. Una macana de las gordas; no existe libro indispensable para entender ninguna cosa, salvo el libro mismo: Opiniones de un payaso resulta imprescindible para entender Opiniones de un payaso, de eso no cabe duda. Y ya está. Ni siquiera La saga / fuga de J. B. es ineludible para una vida plena de lucidez y clarividencia; luego, ninguna obra lo es.

No caiga, por último, en otro tópico de saldo, observando que el libro es complejo y profundo. Hágase un favor a sí mismo y no se humille con tan paupérrimo intento de ponerse estupendo. Hay libros complejos y profundos hasta extremos pavorosos, en efecto, pero no trate groseramente de aupar su personalidad a la altura de esos textos. Usted no es complejo, usted no es profundo. Imbúyase de esa sólida certeza y quedará en mejor disposición, en adelante, para cualquier cosa.

Ahora, deberá usted conseguir tres obras: Las once mil vergas, de Apollinaire, Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, y El gran cuaderno, de Agota Kristof.

Deberá leerlas. Y después de leídas, como ejercicio, deberá callarse.

10 de octubre de 2014

auster, la luna, el lector


Paul Auster tiene ojos azules y éxito en ventas, desconocemos si se da o no se da relación entre ambas circunstancias. Auster hizo, también, una peli muy mala sobre un tal Martin Frost, y en ella sacó a su hija cantando una canción que venía a cuento entre nada y menos. Le falta a Paul, definitivamente, saber disimularse las trampas, bien sean para enchufar a su niña en las pantallas del mundo, o bien para convencernos, negro sobre blanco, de que la vida está llena de truculencias y azares, genealogías rocambolescas y dólares, en montones súbitos, para la gente buena y desorientada.

El palacio de la Luna
viene atiborrado de todas esas cosas. Y de renacimientos: Thomas Effing renace en una cueva del desierto de Utah; M. S. renace durmiendo en Central Park y vuelve a renacer llegando a las costas del Pacífico; Solomon Barber renace más humildemente, pero tiene, también, sus proyectos. Todo el mundo renace sin parar, en sus filosofías y en sus economías, como lo más natural. Hay que ser del Nuevo Mundo para escribir estas historias convencido. Hay que ser, hombre, de New Jersey.

Sabíamos del gusto de Paul por la casualidad. Pero la casualidad es cosa de usar con mesura, porque si no asoma el cartón allí donde debiera haber una roca. Una roca de las montañas de Utah. Y, sin embargo, aceptamos el cartonazo. Lo aceptamos en tanto leemos, en tanto estamos esperando ver qué pasa a continuación, porque el judío es bueno en eso, las cosas como son. Algo hay de Verne en sus entretelas, que está él en el secreto de las historias poderosas.

Entonces, le consentimos las trampas a Paul porque somos lectores predispuestos a creer y porque el relato nos merece la pena. Pero sigue pareciendo, en frío, una cosa extravagante que en el hombre coexista la sólida arquitectura de la ficción con algunas soluciones de literatura de semanario. Y os preguntaréis, ahora, cuáles son y dónde están.

Por lo que hace a El palacio de la Luna, yo os digo:

Falsa resulta la decisión de M. S. de vivir como un vagabundo cuando se le agota el dinero, así sin más. Cogidas por los pelos, la manera en que Effing pierde la movilidad de sus piernas y su versión del suicidio prolongado. Absurda, la narración de la plúmbea novela de adolescencia de Solomon Barber en todos sus pormenores. Endeble, la ruptura entre M. S. y Kitty. Esperpéntica, la escena de la tumba de Emily y el accidente de Solomon.

Y sin embargo, he aquí una esplendorosa, verdadera, nutritiva novela; un gaudeamus para esa parte nuestra hecha de ensueño. Defectos, los que se quieran, pero va siendo hora de darle la razón al Marsé en su reivindicación del narrador de raza. Los hombres necesitamos historias; que llegue alguien y las invente, y que sean buenas. Ya luego llamamos a Quevedo, a Nabokov, a Banville, para que estilicen las subordinadas.

Aún tenemos otra sentencia que dictar, aquí: el relato de Thomas Effing, viejo inválido, ciego, cínico, millonario, es lo mejor y más memorable del novelón; Nikola Tesla, la pintura, su matrimonio fallido, su mujer tarada, los parajes lunares de Utah y la cueva de los bandidos en donde revive y vuelve a pintar.

Una historia con cueva de bandidos, ved. Nadie debería perdérselo.

Luego, a M. S. le va desapareciendo todo. En trescientas páginas se le mueren la madre, el tío, el abuelo y el padre. Pierde a la mujer de su vida y todo el dinero que los sucesivos difuntos le han ido transmitiendo. Le roban el coche y la última guita de camino al Oeste, y ha de llegar caminando a la costa pacífica como un peregrino a Finisterre. Vio necesario Paul recargar así toda esta alegoría, para dejarnos bien claro que M. S. acaba como empezó, sin nada y sin nadie, en su propia compañía. Vio necesario Paul que, agotada la distancia, salga la Luna y se sitúe en mitad del firmamento.

Pues necesario tampoco era, Paul. 

6 de septiembre de 2014

göbekli tepe, el terremoto mudo


Pocos asuntos más apasionantes que los estudiados por la arqueología: las trazas de la vida humana remota, extraviada en la noche de los tiempos. Otra cosa es la arqueología misma, como disciplina; sus teorías, sus procedimientos, y sus conclusiones festivaleras partiendo de la nada, o de la casi nada, para reconstruir mundos y civilizaciones con la mayor naturalidad. También para descalificar y negar evidencias en cuanto la escuálida ciencia arqueológica se ve comprometida por la presencia de las cosas.

Esas grandes desconocidas, las cosas.

Es una lástima que a casi nadie interese el pasado del hombre en la tierra. Sólo así se entiende que el hallazgo que dinamitó tantas de las verdades establecidas acerca de los tiempos remotos, Göbekli Tepe, haya tenido una repercusión en los medios equivalente a un accidente cualquiera en un país cualquiera que hubiera provocado, pongamos, cinco muertos.

Diez o más ya son una noticia de mucho mayor alcance. Lo entendemos, cómo no.

En 1994 se desenterró en Turquía apenas parte de unas construcciones; unas construcciones hasta entonces inconcebibles por todas las razones habidas y por haber. Göbekli Tepe aparece y las teorías saltan porque no hay acomodo posible entre una y otras. Eso, al igual que la Gran Pirámide, no puede estar ahí. Y poco se habla de ello.

Sí se hablaría de una locomotora eléctrica que fuera, un suponer, encontrada y fechada en 1214, y el hecho es equiparable. Pero en la educación, en la mente del ciudadano medio, existe la historia como una carrera lineal y cuesta arriba, desde el arado hasta el satélite, y la prehistoria, que es casi todo, queda confundida y uniformizada en una bruma pueril de taparrabos, piedras afiladas y brujos en cavernas.

Qué tristeza, hombre.

No vamos a explicar aquí Göbekli Tepe. El artículo de la Wiki empieza, en buena tradición arqueológica, afirmando con jolgorio qué es y por quiénes fue levantado, para reconocer, un rato después, que no se tiene idea y que no es posible tenerla. Podéis buscar artículos más serios; en apariencia, los hay.

Este blog no contiene opiniones expertas al respecto; sólo somos diletantes alfabetizados y con capacidad de comprensión lectora. Con esas modestas cualidades nos hemos ido haciendo ideas aquí y allá, y nos ha ido pareciendo más y más lógico, más y más inevitable, eso que defienden, al parecer, ciertos teóricos: que en la Tierra, la vida inteligente ha ido nadando a braza, ahora aparezco, ahora no; y sus restos, las civilizaciones muertas, los fue fagocitando la actividad sísmica, oceánica, geológica, bicheril. Y los borró el planeta de su faz; no tanto de sus sótanos, que ahí han de seguir.

Culturas enteras habrán sido y dejado de ser, y un millar de veces los mundos habrán empezado de nuevo.

Estaba la arqueología oficial para atarnos a la noria y dárselas de seria a base de ajustar las antiparras y decir que no. Y entonces Göbekli Tepe surgió del suelo y lo pulverizó todo; como otros restos conocidos, pero en este caso no había deudas de respeto a las gansadas decimonónicas. La comunidad académica hubo de tragar el sapo, y admitir lo errado de su discurso neolítico acerca de los orígenes de casi cualquier cosa.

Aunque a la sociedad de la información, ahogada en un torrente infinito de imágenes, tweets y vídeos instantáneos, no parece haberle impresionado demasiado.   
 

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