28 de marzo de 2011

un artista de la sed


Difícil no tomarse en serio una pintada, cerca de casa, la mar de pulcra y legible, que ponga así:


ENBICIATE

Uno se sabe trocito del rebaño, de la horda y del fiestón; participa del karma y las mareas del ánimo colectivo, y es por esa deuda de atención a sus semejantes que acaba engullendo el graffiti en toda su sabiduría callejera y haciéndolo parte de sus entretelas: ¡Enbíciate!

Luego, piensa que te piensa, concluye sin embargo que, ya siendo de natural viciosísimo, a poca más depravación puede él aspirar. Con lo que le gusta. Las jeringuillas le dan grima. Los petardos le decepcionan siempre. Las tragaperras de juntar tres limones nunca las entendió. Y luego está el vino. Que no le piache. Entonces, súbitamente, reconoce uno a esa grieta del gusto como vergüenza y tragedia para su persona, que ha de vivir pegada a la tierra.

La cosa del vino es que es antiguo y es ritual. Y aquí en el blogue sentimos por los rituales una atracción horrorosa. El vodka sustituto no tiene ese peso de los tiempos. Es más como una golfería o como una anestesia. O como cosacos que se van a la batalla, que tambien está bien, pero no nos lo acabamos de creer. El vino, en cambio, es romano, persa, vikingo, y de esos sí nos hablaban en el colegio. Las Memorias de Adriano, como El escudo arverno, como Las mocedades de Ulises, dan sed y deseo de vinillo en ánforas y bajo una viña, con amigos inmortales si pudiera ser. El que forma parte de lo que Cunqueiro explicaba como porqué de su historia griega: “... cuento cómo a mí me parece que sería hermoso nacer, madurar y navegar”. El vino, ya lo pide el ecosistema de nuestras vidas, ha de mojar ese camino. Y no es justo que yo tenga que hacer mi marcha en seco.

Tampoco es justo que algo tan en la sangre de los hombres y de los dioses desde el principio del tiempo, deba soportar según cuáles cosas. Y ya me explico.

Un sumiller es al vino lo que un ginecólogo a la mujer desnuda: el frío profesional que ha de buscar conclusiones. Todos jugamos a los médicos, y el asunto de la sala de consultas lo usamos nomás como punto de partida. Pero en estos tenebrosos tiempos, los corros alrededor del frasco se pueblan de sumilleres, ofuscados de canalcocina, que arrinconan la gula como el doctor la lujuria, pero sin cobrar. Antes bien, apoquinando. Ellos, queriendo como quieren pasar por eruditos del bodeguerío, se me hace a mí que no entienden ni palote porque les niegan la metafísica pecaminosa a la botella, al vaso y a la cunca, concentrados en sentir el retrogusto de los suplementos dominicales. Qué daño, el de los suples.

En la redacción del este blogue tenemos vino. Pero no se lo pondríamos a según qué personas, que, sabemos, en lugar de beber y sonreir, o no, en lugar de entreabrir, o no, sus compuertas íntimas, de dejar al cuerpo que se curve sobre el asiento, o tampoco, en lugar de todo eso, pues, insertarán de primeras la tocha dentro del copón, en uno de los gestos más chungos y desagradables que jamás un esnob haya copiado de un profesional de cualquier cosa, y evaluarán, luego, y perderán gravemente la mirada, cosas todas que no repetirán más si alguna vez se quedan solos en el planeta, como trámite previo al peroraje sin tasa acerca de la elaboración, del proceso, de las oficinas, del iter funcionarial del vino, el cual se siente, para entonces, chasqueado, desconcertado en lo íntimo, como diciendo: pero si yo venía aquí a follar, y al cual, además, por otra parte, y antes de transcurridos seis minutos, se referirán como caldo.

Y eso sí que no.

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