20 de noviembre de 2010

la enfermedad y las letras


Cantidad de asuntos primordiales se desdeñan en esta sociedad nuestra. En el blogue, por eso, hemos advertido hace poco esta tendencia a orientalizarnos sin querer. Porque confiamos en que allá por el sol naciente sí sepan calibrar la importancia de ciertas cosas de apariencia inocua.


Cosas tales como elegir acertadamente el próximo libro que uno va a leer.

La experiencia nos viene diciendo qué es lo que pasa cuando uno escoge el libro que no debe. A ver entonces si algún coreano, o así, es capaz de encontrar la solución, porque en este blogue no vamos a pasar de plantear el problema. Y, digámoslo cuanto antes, el problema no va de si el libraco es güeno o es regular. Eso no tiene la menor importancia, por una vez.

Igual que hay glúcidos, lípidos y así; igual que el cuerpo los recibe mejor o peor, según el compás de sus misteriosos ciclos; igual que una dorada a la plancha, no siendo nada malo, puede suponer para nuestro organismo la peor toxina si es comida en el instante equivocado, igual, decimos, igualito, los libros.

Entonces vamos a intentar una clasificación librística que ilustre  toda esa metafísica gástrico-emotiva. Después, el problema será cómo saber cuándo necesitamos qué, porque para esas cosas nos falta el instinto que sí tenemos al preferir unos chocos a una merluza. Pero eso quedamos en que se lo dejábamos al coreano.

Hay el libro manta. Las abuelas solamente leen libros manta. Es confortable porque nos acoge con educación y a la vieja usanza. Tenemos la certeza de que no nos va a sobresaltar, ni a tocar los cojones como cuando vas al teatro y resulta que piden que el público interactúe. No tiene grandes altibajos y lo leemos para ver qué viene después, pero sobre todo lo leemos en paz. Un libro manta no puede ser verdaderamente inquietante, como no pueden serlo los callejones cercanos a nuestra casa de siempre, por oscuros que estén. El miedo se pasa más lejos. Sabemos, en fin, que una vez acabemos un libro manta, seremos los mismos que éramos, pero con algo más de calor en la barriga.

Hay el libro gaseosa. Es como un libro manta en muy moderno, y se parece a él como un local gayer a un pub inglés: muy distinto, pero igual. Porque el gaseosa, como el manta, cuenta, sin grandes excentricidades, de la primera a la última página. Pero, eso sí, cuenta sin peso. Construido con aire como está, su carácter consiste en que poco después de haberlo leído, y aunque nos haya gustado, no recordaremos nada de él, porque se nos esfuma del hígado y del magín sin dificultad y sin pena por la parte nuestra.

Hay el libro phoskitos. Lo vamos leyendo, o sobrellevando, pacientemente, por ver si encontramos otro párrafo que nos guste tanto como el de la página 21, y no por otra cosa. Moby Dick, que al parecer muchos leen como manta, se me hizo a mí un phoskitos decepcionante, debido a un sermón de predicador al principio de la novelaca que me hizo esperar quinientas páginas por un bis que nunca llegó. Por eso el libro phoskitos es arriesgado. Porque nos hace depender de la frecuencia con que topemos con los pastelillos repartidos por sus páginas, y nunca sabemos si hacemos bien o mal al seguir con él entre las manos.

Y hay el libro ganzúa, que casi nos lee él a nosotros de tanta dinamita, de tanta papilla cáustica que lo compone. Este nos mancha, nos asusta y nos revela cuán raros son algunos de los bichos que forman nuestra raza, y por tanto, cuán raros podemos ser, y somos, nosotros. Es peligroso, el libro ganzúa, por dos razones. La primera es que es una tradicional fábrica de esnobs. La segunda, que puede hacer en nosotros las veces de “accidente radiactivo” en el universo marvel, o sea: sin posible defensa ni control por nuestra parte, nos convierte en otra cosa.

La busca barojiana es un buenísimo libro manta. Océano mar de Baricco es un gran libro gaseosa. Alexis Zorba, una inmortal novela phoskitos. Y El castillo está escrito por un freak blandiendo una llave gigante. Inútil insistir en las fatídicas consecuencias de necesitar un manta y administrarse un gaseosa: como mínimo, sensación de estafa y picor rectal; o de, en la misma necesitad, engullir un ganzúa: disminución de autoestima e hipertensión.

Esta, y no otra, es la explicación de que los críticos literarios puedan ensalzar colosales bodrios, o bien despachar insidiosamente alguna genialidad, sin razón aparente. El Momento, queridos amigos. Porque, muy por encima de la calidad, no puede haber mayor virtud en lo que nos es dado, la apendicitis, el amor, un filete, que la de la oportunidad.

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