30 de abril de 2012

creer en cosas


En Las puertitas del señor López de Trillo y Altuna, en ese universo paralelo que espera a López y sólo a él tras la puerta de la toilette, encuentra una vez el prota una cola larguísima que es “para preguntar”. Y se pone a ella. Al llegar a la ventanilla, una especie de funcionario divino le dice así: tiene diez segundos para pedir y obtener la respuesta exacta a la pregunta que siempre se hizo.

López se hace la picha un lío al escuchar la cuenta atrás y acaba preguntando que qué hora es. Mucha risa entonces, y mucho qué paquete es el López. Pero luego se lo piensa uno y no tanto. Normal. Normal, de paquete. Yo tardé años en saber que preguntaría por la Gran Pirámide. Por el quién, el cuándo y el cómo.

¿Pero tú crees en esas cosas?

Alguien lo dirá, así tal cual: en esas cosas. Nos hemos dado con la sombra de la ciencia. No con ella misma, sino con su efecto tóxico en la societé, en las maneras de pensar y de sentir, y eso todo.

La ciencia primero nació. Luego fue sospechosa en una pila de épocas, de societés, de maneras de pensar y de sentir, y eso todo, en las que lo que fue ciencia se persiguió y maldijo. Y los hombres que Zweig llamaría “de espíritu” pelearon por ella frente al mármol eclesiástico y otros más, a los que espantaba la crítica, el argumento y la oposición avispada y tal. Bale. Ya sabemos.

Pero hace tiempo que encallamos en esta cultura que invoca a la ciencia cuando se habla de cualquier cosa, venga o no al caso. Jaleada, se ha empezado a ocupar de todo como un rey de catorce años y cualquier conocimiento no científico es difamado, ahora no como amenaza, sino como chiste. El progreso. Todo lo que no es ciencia es risa. Pero dijo Sagan que la magia de hoy es el logro científico de mañana, o sea, que la ciencia de este día se ríe de la de anteayer y así, con tiempo suficiente, también todo lo que es ciencia es risa.

Cosa a la que no hacía falta ser listísimo para llegar.

El jazz tiene a su Wynton Marsalis, preocupado por meter en museos lo que siempre fue un vuelo, un puñetazo, la libertad en el concebir mientras se sopla. El catolicismo tiene a su papa, rodeando de oro y poder y distancia lo que fue entre putas y apestados. La science tiene también su correspondiente traición a la esencia, que es la soberbiaza gaseosa en la que se ha sumergido y nos ha sumergido a todos. Pues lo único que ha sido la cosa científica de siempre es ignorante. De la ignorancia la pregunta y de la pregunta el esfuerzo, y del esfuerzo lo que sea que es el conocimiento, fraccionado hasta el infinito. De xeito que un petulante con la bata blanca por casulla es a la ciencia el mismo judas que Wynton es al jazz.

Son los petulantes en lo piramidal (la arqueología, nomás) los que cogen y disparatan con alegría sobre rampas interiores y cuerdas de palma y casualidades matemáticas mil, en grave escupitajo al sentido común como al legítimo método científico. Delante la crítica, el argumento y la oposición avispada, el museo de El Cairo se espanta y lanza anatemas como un cardenal antiquísimo. Por miedo. Miedo a las otras cosas. A esas cosas.

Pero entonces, ¿tú crees?

Yo sipi. Creo en esas y en más. En casi cualquier cosa creo, en el desinterés, en la esfinge, en lo místico, en la tortilla, en los flechazos, en los ovnis, en las sombras y en los gatos que te leen la mente. Yo sipi.

No creo en los concursos de belleza. Yo nopi.

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