26 de agosto de 2013

blowin' in the wind


De siempre defendemos aquí que llegar a algunos sitios andando es mucho mejor que hacerlo en coche. A algunos. Mejor llegar en car a las premières cinematográficas y a las interviús con la subsecretaria. Mejor llegar en patas a San Andrés de Teixido, a las fuentes y a los castros. Y a las puertas del más allá.

Yo caminé por un valle y subí por la falda de una montaña y luego continué por la cresta de una sierra. Tres horas y un poco. Durante, pensaba la pregunta que había de hacer a los muertos, porque es la costumbre. Cargaba cosas, entre las cosas dos empanadillas pesadas como ladrillos, de las cuales sacaría un pedacito para hacer la ofrenda antes de preguntar. La costumbre.

Siendo crédulo de casi todo, no es seguro que me sobrase fe antes de empezar la marcha. Después, sí. Caminar es lo que tiene. Al llegar era mi pregunta importante, y el ritual que iba a sobrevenir un asunto capital en mi vida, tan fácil como me extravío yo en ella. Había vacas y caballos salvajes, en lo alto. Muchos. Había también molinos de viento, de los modernos que no sirven para quijotear. Muchos también. Pero yo buscaba una puerta, decía, una al más allá, que en gallego suena tanto mejor porque le es más natural, al gallego, poner nombre al misterio: a porta do alén.

Estar, estaba. Sin letreros ni indicadores ni pasarelas de madera. El monte sea monte y la playa sea playa. Una obviedad, ya, pero fue por decirla en una reunión con políticos que me miraron un día como al platillo de Roswell. Eran dos penedos laterales y una piedra algo esférica encima, la puerta. Alrededor, tojos. Por eso que me pinché y arañé llegando; también me había cansado subiendo; también tenía hambre y también tenía sed. Todo lo que te da el camino y te quita el toyota yáris. Porque cátaros no somos, ni estilitas; pero sabemos cómo sí y cómo no se va al encuentro de lo místico.

Repasé mi pregunta, comprobé cuál era el norte, cuál era el sur, y atravesé despacio la puerta. Del otro lado puse mi cachito de empanadilla, bisbiseé la consulta y quise escuchar la contestación de los espíritus en el viento, que es lo que hay que hacer. No pude. Solamente oí aspas de molinos. Que no están ahí para ser oídos, pero lo son. Durante un poco, dos minutos, no sé, estaba del otro lado, me esforcé en distinguir el céfiro por debajo del ruído giratorio; pero no. Ni los muertos ni su respuesta, borrados del aire porque, al fin, siempre hay alguien en el sillón de un despacho dispuesto a situar un parque eólico allí donde los hombres se encaraban con la ultratumba hace tres o diez mil años.

Al prójimo del despacho no le pido que comparta la fijación por el pasado más remoto que aquí, por algún motivo, arrastramos. No le pido. Pero, ya que las administraciones mundiales nos escamotean la información sobre los ovnis, ya que nos burocratizan hasta el infinito los actos más simples, ya que nos peraltan las curvas al revés, bien podrían al menos dejarnos oír en paz los sonidos del trasmundo. Nos gustaría. Nos sería de mucho bien.

Retirad las aspas, porfa, y dejadme auscultar a la madre tierra. Prometo desaprender lo aprendido, prometo volver a las cuevas y leer presagios en las entrañas de los bueyes muertos. Prometo pasar mucho tiempo en cuclillas, como una gárgola, sobre una roca enorme que mire al mar.

Y así hasta convertirme en piedra.

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