14 de marzo de 2014

paraísos comparados


Las cosas nunca han sido fáciles, aquí en el planeta Tierra. Miente quien diga lo contrario, o bien desconoce. Una vez hablé un rato con un testigo de Jehová al que le pasaba eso. Que desconocía.

No era difícil que a lo trascendente, que existe, no mezclemos cosas como siempre pasa en estos temazos, no era difícil, decimos, que a lo trascendente se le aplicara el idioma de lo de este lado. Y entonces es cuando las religiones, en sus símiles imposibles hablando sobre lo inefable, empiezan a describir el otro barrio como si fuera este, pero mejorado. Y a esos lugares, medio aquí, medio allá, se le llamó paraísos. Que como palabra es bonitísima.

Resulta prodigiosa la altura literaria, la fuerza poética de los escritos angulares de las religiones. Eso no se discute. Pero en la cosa de los edenes echamos en falta algo de la imaginación que sí pusieron en los infiernos, mucho más y mejor explicados, descritos y hasta cartografiados.

De menos a más envidiables, de menos a más paraísos de verdad, si es que sirven para el contento de los hombres y no para fines administrativos de la divinidad, están los prometidos por el budismo, el cristianismo, el islamismo y las innominadas creencias nórdicas. Hay más, hubo más; otro día ya escribimos un libro.

Lo budista no es propiamente un paraíso, sino una liberación. Puesto que aquí es todo penuria y deseo insatisfecho, librarse de esa rueda es librarse de sufrir, y alcanzar la iluminación y la verdad. Una gloria demasiado intelectual. Los hombres podemos ser listos para elucubrar filosofías, resolver ecuaciones o inventar helicópteros, pero puestos a desear volvemos, sin excepción, a nuestro primigenio zoquetismo. Y a mucha honra. Nadie aquí abajo quiere iluminarse. Queremos farra y valquirias, queremos huríes y comilonas y rock and roll.

Mal, el budismo. Mal.

Sobre la tradición cristiana no he tenido que documentarme. Ya la educación me proveyó de una idea sobre su paraíso que debía ser clara, pero es vaga y poco sugerente en su vaguedad. Nubes, ángeles asexuados, corrientes de aire, ni una puerta para cerrar detrás de uno cuando cague. Virtud y contemplación de Dios, ya veis. Y sobre todo, nada de intimidad. Siempre me he imaginado el Cielo con nada de intimidad. ¿Cómo va a haberla, con el ojo triangular suelto por el contorno?

Sería eso suficiente para el no, pero además se trata de un edén timorato, pudibundo y melindroso. De follar ni hablamos, porque está la moral. Una vez conseguido el paraíso, resultó que la moral seguía allí. Atándonos los cojones con un as de guía.

El cristianismo pintó admirablemente los infiernos, a los cuales, todavía, los catecismos de hace ochenta años situaban en el centro de la tierra. Pero los paraísos no supo. Mal, el cristianismo. Mal.

El Corán bien se ve dónde y por quiénes está escrito. Su promesa feliz, el alchenna, son  jardines y ríos, ríos y jardines. Sombra y vírgenes. No se oye alboroto sino paz. La paz, aquel bien escaso. Y sigue el librote, página tras página, dale que dale al agua de manantial, las frutas, los lechos umbrosos y, junto a ellos, doncellas con ojos como huevos bien guardados. Hay una fuente llamada Selsebil y mancebos eternos rondando los vergeles.

En el cielo de los musulmanes se está bien y se folletea, pero no se beben cosas de emborrachar. Aún tenemos cortapisas, pero mucho mejor. Muchísimo mejor.

Porque para las curdas ya están los vikingos. Suyo es el único paraíso desprovisto absolutamente de moral, que no pinta nada ahí. Es cosa de cajón. Los mahometanos iban bien hasta lo del vino que no emborracha. Y por eso les corresponde el primer lugar a los cornúpetas, por saber prometer y por saber entender a los hombres sin dárselas de teólogos.

El Valhalla es un salón enorme cuyo techo son escudos dorados, donde los guerreros se atracaban de hidromiel servido por las valquirias que pedíamos, y de carne de jabalí divino. En el ínterin entre polvo y cuchipanda se ponían perdidos de hachazos y sangre, pero sus heridas eran mágicamente curadas, como las de Lobezno, al sonar la hora de la cena presidida por Odín.

Bien se nota que los vikingos pasaban frío, que su paraíso es interior. Y bien también que los mahomas estaban hasta el coño de canícula, que piden y no paran fuentes y sombra y brisa fresca. Puestos a decir cosas, mejor juntamos los dos y ponemos los bosques fuera y los banquetes dentro, el reposo fuera y las broncas dentro, el agua del arroyo fuera y el vino dentro, las frutas de colores fuera y la carne de porco bravo dentro.

Las gachís, everywhere.

Del machismo no diremos ahora nada. Pero os habréis fijado, seguramente, en que todos los paraísos son tirando a comunistas.

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