31 de octubre de 2012

la buena prensa


Creían los antiguos que el alma de los ahorcados no podía salir por la boca al encontrar cerrada la tráquea, teniendo entonces que escapar del cuerpo por el culo. Y que en esa huída ignominiosa quedaba, el alma, impregnada de pestilencia  para siempre jamás.

La sociedad nuestra dejó hace tiempo de ahorcar a la gente y de creer en el alma como cosa que sale por los orificios. Desde entonces, y por razones como esa, cada tanto se entusiasma consigo misma pensando que está todo sabido y que la humanidad es el copón. Que lo es, pero esa es otra.

De resultas del progreso científico galopante, los inventos y las exploraciones, hubo el entusiasmo de principios del xx, que debió de ser emocionante, pero acabó con una guerra mundial que se pensaba que ya no podía ser, de tanto que se sabía. Luego ya se dividió el átomo y se inventó el long-play, y ya luego nos vino el Windows y la Interné. Justo ahí llegó un legislador español, y en el preámbulo de una ley, no diremos cuál, fue y espetó que la nuestra es la “sociedad de la información y el conocimiento”. Y se quedó tan pancho.

Ya sabemos que el conocimiento es lo que viene en la Wiki, pero nos preguntamos por la información y eso nos lleva al periodismo. Y nos echamos a temblar.

El periodismo era bonito. Tintín y Frank Cappa se recorrían el mundo, Peter Parker su barrio buenamente. Pero en algún momento empezamos a dudar de una profesión cuya buena práctica no resulta muy claro en qué consiste ni para sus miembros mismos. Hasta ahí, el periodismo, decíamos, era lo más. Con Syldavia y Borduria, con el templo del sol, con J.J. Jameson y la kriptonita en el cajón de Luisa Lanas. Pero en algún momento llegó gabilondo, salió de la cama, se echó su colirio de garrafón, ensayó su tonillo tembloroso y se dispuso a entrevistar a Antonio López, ese hombre de piel, calva y zapatillas.

Gabilondo, entonces, se paseó el estudio pegado a los talones del de Tomelloso, repitiendo, con esa voz afectada y absurda:
 

Maestro, maestro... ¿cómo se aprende a mirar?

Maestro, maestro... ¿cómo... cómo se aprende... a mirar?


Y así, ojillos húmedos hizo periodismo. Preguntando lo que, creyó, le haría parecer inteligente. Con las palabras que, siguió creyendo, le harían parecer humilde. Con las inflexiones vocales que, creía y no paraba, le harían confundirse con nosotros, populacho.

Jesús, gabilondo. Debes de ser un simple.

Supongamos que te interesara una respuesta, que ya sabemos que no. Yo tengo: si a mirar se aprende o desaprende habría que discutirlo, pero que la mirada de uno va cambiando es cosa segura. Con el tiempo, gabilondo, sin quererlo ni intentarlo. Mientras comes zanahorias. Luego un día va y las miniaturas de un códice te parecen cosa maravillosa y se te saltan casi las lágrimas, cuando nunca te habían sido más que viñetitas como sosas. Luego un día va y la vaca de Feiraco se te aparece con su ojo y su cuerno, mirando de norte a sur, cuando siempre habías visto un monstruo azteca con colmillos inferiores, mirando de oeste a este.

Después, si de todas formas, si pasado el tiempo, gabilonder, te ves un cuadro de Balthus y no te gusta, y eres tan esnob que eso te jode, y tan bobo que te crees en déficit de buen mirar, pues jodido que te quedas muy merecidamente.

El periodismo, entre otras cosas, es un fingir que se sabe de lo que se habla. Los buenos periodistas son los que saben fingir que saben, y los malos los que se acaban creyendo que saben, y llenan las columnas y las ondas de montones de nada. Esa nada del periodismo tuyo, gabi, que ni sabes, ni sabes que no sabes, ni te callas nunca en ese vuestro apremio radiofónico por decir estupendísimamente una enorme nada todos los días del siglo.

El secreto de Joe Gould fue escrito por un periodista, Joseph Mitchell, que al parecer fue bueno atendiendo a los estándares de su profesión. Pero que sobre todo sabía lo que se escribía. La historia que cuenta brillantísimamente Joseph es la de un personaje, una persona, que discurrió una manera real de aproximarse a la verdad de los hombres apiñaos en ciudades y otros sitios. La historia oral de nuestro tiempo, imaginada por Gould, le niega validez al periodismo por ser éste un contarnos la entraña del mundo con una leve ojeada mañanera desde el piso diecisiete. Y aún desfigurándola luego, la ojeada, según la clientela.

Dice Joe Gould, digo yo que dice Joe, eso no vale para nada. Eso es estafa y fullería. Eso es una mierda colosal. La tolada de Gould le descorre las cortinas al journalism porque yo lo veo así, quiero verlo así, me da la gana.

Lee lo de Joseph, gabi. Me contaron que, si lees concentrado y con la boca bien cerrada, se te van formando dentro opiniones inteligentes aún sin tú querer, y que, con suerte, alguna se decide y te sale; por el culo, cierto es, pero te sale.


2 de octubre de 2012

gestionar, consumir, godot


Queridos conciudadanos, compañeros, compinches, congéneres, dejemos una cosa clara de una puta vez por todas:

Nosotros todos no gestionamos nada. Ni las perras, ni las casualidades, ni los problemas, ni las ventajas en el marcador en los partidos de basket.

Y aún otra cosa dejemos clara. De una puta vez, etcétera. Nosotros todos no consumimos nada. Los coches consumen. Las motosierras. El fuego se consume. Si oigo otra vez decir a alguien que está consumiendo una pera, juro que acabo con todos vosotros.

Y ya.

Aprovechamos ahora para saltar a Beckett sin venir al caso, en sentido homenaje al teatro del absurdo.

Empecemos, entonces, por el principio: Esperando a Godot es una masterpiece. No porque lo digan los anales de las letras, que ya uno tiene edad para ir retirándoles el crédito, sino porque lo digo yo, que soy quien dice las cosas en mi vida. Es una obra maestra porque a mí me lo ha sido y porque Vladimir y Estragón, como decía Borges de los personajes quijotescos, me son amigos personales.

No le gustó Godot, a Jorge Luis. Parece que no gustó ni a Dios, en general, así de entrada. Porque no se entendía. Sin embargo, tampoco yo fui consciente de entender nada al leerla, pero disfruté loquísimamente. El dichoso entender. Al menos Kant tuvo el detalle de dejar escrito que hay dos cosas que no necesitan tener ton ni son: la risa y la música. Yo digo la risa, la música y Godot, y añado, enseguidamente, casi todo lo demás. Porque en este mundo hemos entendido hasta ahora muy poco, pero lo hemos pasado bien.

Yo compré estragón, la hierba, sólo por el nombre, y empecé a echárselo a las ensaladas de pasta sólo por el nombre, y quise horrorosamente que me gustara sólo por el nombre. Hasta que lo conseguí.

¿Que qué le echo a la ensalada, yo?

Estragón.

Habrá quien no comprenda, porque hay quien no juega con nada. Ni con los botes de especias, ni con las sílabas, ni con las estaciones de metro. Habrá quien no comprenda, y eso ya me hermana un poco con Beckett, Sámuel, a quien llamaremos Sam.

Fue deportista, Sam, fue experto en historia, en lingüística, en pintura, en cosas. Tuvo tres novias a la vez. Lo apuñaló un proxeneta, a Sam. Se mojó el culo en la Resistencia francesa y nunca se puso estupendo por ello. Se rió del estilo literario y eligió, Sam, escribir en francés para no tenerlo. Sopló, como irlandés que fue, sopló Sam bastante también. Fue generoso y compasivo y hermano de los hombres. Le dieron el nobel y no le importó mucho. Y luego, más tarde, una profesora mía de lengua se quejó amargamente de que en Godot no pasara nada, no hubiera eso del nudo y el desenlace. Que no. Que el teatro moderno no, dijo mi profe.

Pero con tiempo y audacia llegué por mis medios a Didí y a Gogó, a los que quise muchísimo ya durante el primer rato, no muy largo, que tardé en leer. Digo en serio esto. Que me pasa que la gente se cree que hablo de veras cuando bromeo, y a la viceversa, y por eso fue que monté el blogue. Para que quede todavía menos claro.

A Didí y Gogó yo no quiero verlos ni oírlos. Es teatro y está hecho para ser representado, pero no me da la gana de escuchar a un actor en curva sinuosa de entonación mientras dice

¿y si nos arrepintiéramos?

o mientras dice

¿y si nos ahorcáramos?

o mientras

¿y si nos considerásemos felices?

o bien

¡piensa, cerdo!

o

¿quieren que piense algo para nosotros?

No me da la gana.


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