2 de octubre de 2012

gestionar, consumir, godot


Queridos conciudadanos, compañeros, compinches, congéneres, dejemos una cosa clara de una puta vez por todas:

Nosotros todos no gestionamos nada. Ni las perras, ni las casualidades, ni los problemas, ni las ventajas en el marcador en los partidos de basket.

Y aún otra cosa dejemos clara. De una puta vez, etcétera. Nosotros todos no consumimos nada. Los coches consumen. Las motosierras. El fuego se consume. Si oigo otra vez decir a alguien que está consumiendo una pera, juro que acabo con todos vosotros.

Y ya.

Aprovechamos ahora para saltar a Beckett sin venir al caso, en sentido homenaje al teatro del absurdo.

Empecemos, entonces, por el principio: Esperando a Godot es una masterpiece. No porque lo digan los anales de las letras, que ya uno tiene edad para ir retirándoles el crédito, sino porque lo digo yo, que soy quien dice las cosas en mi vida. Es una obra maestra porque a mí me lo ha sido y porque Vladimir y Estragón, como decía Borges de los personajes quijotescos, me son amigos personales.

No le gustó Godot, a Jorge Luis. Parece que no gustó ni a Dios, en general, así de entrada. Porque no se entendía. Sin embargo, tampoco yo fui consciente de entender nada al leerla, pero disfruté loquísimamente. El dichoso entender. Al menos Kant tuvo el detalle de dejar escrito que hay dos cosas que no necesitan tener ton ni son: la risa y la música. Yo digo la risa, la música y Godot, y añado, enseguidamente, casi todo lo demás. Porque en este mundo hemos entendido hasta ahora muy poco, pero lo hemos pasado bien.

Yo compré estragón, la hierba, sólo por el nombre, y empecé a echárselo a las ensaladas de pasta sólo por el nombre, y quise horrorosamente que me gustara sólo por el nombre. Hasta que lo conseguí.

¿Que qué le echo a la ensalada, yo?

Estragón.

Habrá quien no comprenda, porque hay quien no juega con nada. Ni con los botes de especias, ni con las sílabas, ni con las estaciones de metro. Habrá quien no comprenda, y eso ya me hermana un poco con Beckett, Sámuel, a quien llamaremos Sam.

Fue deportista, Sam, fue experto en historia, en lingüística, en pintura, en cosas. Tuvo tres novias a la vez. Lo apuñaló un proxeneta, a Sam. Se mojó el culo en la Resistencia francesa y nunca se puso estupendo por ello. Se rió del estilo literario y eligió, Sam, escribir en francés para no tenerlo. Sopló, como irlandés que fue, sopló Sam bastante también. Fue generoso y compasivo y hermano de los hombres. Le dieron el nobel y no le importó mucho. Y luego, más tarde, una profesora mía de lengua se quejó amargamente de que en Godot no pasara nada, no hubiera eso del nudo y el desenlace. Que no. Que el teatro moderno no, dijo mi profe.

Pero con tiempo y audacia llegué por mis medios a Didí y a Gogó, a los que quise muchísimo ya durante el primer rato, no muy largo, que tardé en leer. Digo en serio esto. Que me pasa que la gente se cree que hablo de veras cuando bromeo, y a la viceversa, y por eso fue que monté el blogue. Para que quede todavía menos claro.

A Didí y Gogó yo no quiero verlos ni oírlos. Es teatro y está hecho para ser representado, pero no me da la gana de escuchar a un actor en curva sinuosa de entonación mientras dice

¿y si nos arrepintiéramos?

o mientras dice

¿y si nos ahorcáramos?

o mientras

¿y si nos considerásemos felices?

o bien

¡piensa, cerdo!

o

¿quieren que piense algo para nosotros?

No me da la gana.


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