28 de abril de 2014

qué me cuentas, hillcoat


Es posible que exista en esta película, La carretera, en algún  sitio, pegada a sus paredes, corriendo por sus sótanos, alguna cosa que se me haya escapado por completo. Posible es.

Está Viggo. Está un chaval que lo hace muy bien. Está una atmósfera apocalíptica en sepia y gris y están también sus buenas imágenes impactantes.

No está, de primeras, la originalidad en el planteamiento: cataclismo indeterminado, planeta hecho unos zorros y supervivientes convertidos en lobos y ratas para los demás. La moral, desaparecida. Correcto.

Esperamos, entonces, a ver cómo se lo cuecen en esta historia salida de caletre prestigioso de Cormac McCarthy. Fe no nos falta. Pero ocurre que no se lo cuecen de ningún modo y todo, por decir así, se queda crudo. No de crudeza, sino de incomestibilidad. Ni aciertan ni se equivocan porque está por ver que se quiera contar algo, aquí. Algo de algo.

Viggo tenía una mujer que no vio sentido a intentar nada y prefirió la muerte. Verosímil. Viggo tiene un hijo al que lleva consigo hacia el mar, creyendo que en el mar el apocalipsis es menos, o no es. Por qué lo cree, no sabemos. Pero con ese arranque sí sabemos, en cambio, casi todo lo que seguirá: un espanto de camino. Caníbales. Desolación. Miedo. Angustia. Mucha hambre y mucho sufrir. Esperamos al mar, de todas formas.

Mientras, atravesamos el metraje de depresión en depresión. Todo gratuito, todo obvio. Pero igualmente daña, ver cosas terribles porque sí. Porque sí. Esto no es Las uvas de la ira. Esto es el horror por el horror, y alguno tendrá aún que decir que lo de Hillcoat le ha hecho pensar mucho, y eso.

A mí sólo me ha puesto triste.

El niño, la pureza, no termina de perder la confianza en los demás humanos y es el padre, la experiencia, quien lo mantiene vivo a pesar de no estar nada claro que valga la pena, vivir en semejante calamidad. Pero claro, está el mar, en algún sitio. 


Acontece que lo consiguen, arribar a la playa. Y que la playa, el agua, las olas, no son otra cosa que más gris y más sepia. Y ahí, justo, habría de despertarse al fin algo de tensión narrativa, porque los que continuamos mirando la pantalla nos preguntamos cosas: ¿Y ahora qué?

 

Ahora nada. Viggo está moribundo y todo parece acabarse. Si esta era la historia, Viggo Mortensen, pégale a tu hijo ese tiro largamente demorado y escapad de la pesadilla. A tu hijo, pequeño, débil, desnutrido, crédulo, que se va a quedar solo. A tu hijo. El tiro.

Pero no.

Viggo, te digo la verdad, la verdad te digo: se lo van a comer. Puede que vivo. Desconozco, desconoce todo el patio de butacas, por qué no le ahorras ese horror si a punto estuviste ya de dispararle otras veces, en buena y humana lógica.
 
Quizá porque sabías que, a los cuarenta segundos de tú diñarla, del ceniza y el sepia, de la tierra habitada por demonios enroscados en agujeros royendo huesos humanos, atiborrada de zombies con ballesta buscando niños que empalar, de esa tierra, iba a brotar una familia feliz y amorosa para tenderle los brazos a tu chiquillo. Una familia con críos y un perro al que ni siquiera se han merendado. Mira si son fenomenales.

Qué huevazos los vuestros, Hillcoat, McCarthy, ambos. No sé.


13 de abril de 2014

adolf y los objetos pinchantes


Hay en este cuento su parte grande de leyenda y su parte piccola de historia, o al revés. Quién sabe. El caso es que a Jesús lo crucificaron; convengamos. El caso es que, dijo San Juan, un legionario le atravesó el costado con una lanza para comprobar si estaba muerto, y su nombre, el del legionario, era Longinos. Como no vemos inverosimilitud, podemos dar también por válido el hecho en lo sustancial. Luego, la lanza fue largamente mitificada junto con el Grial, y a ambos objetos incógnitos les fueron atribuidas sobrenaturales potencias y energías. Todo bien hasta ahí.

La historia de las Cruzadas llega, pasados los siglos, perdidas las cosas, y nos relata de un tal Pedro Bartolomé, monje clarividente que, de colocón en colocón, dio en recibir las coordenadas exactas de la remota reliquia puntiaguda: cavad bajo la iglesia de San Pedro de Antioquía, dijo el alucinado. Y al hacerlo no sólo dieron con la lanza, sino que el hallazgo, se dice, dio fuerzas a los cruzados en una lucha desigual contra las huestes de la media luna.

Pero ocurrió que unos cuantos pusieron en duda a Pedro y su jabalina santa, y el hombre hubo de someterse a una ordalía o Juicio de Dios. Porque así de hijos de puta eran por aquel entonces. Lo hicieron caminar descalzo entre las llamas, a ver si se quemaba o si qué, y a ver, por tanto, si era cierta su historia o no lo era. Pedro se metió en el fuego y salió vivo pero chamuscado, diñándola al poco. Ergo, no decía verdad.  

Está feo apuntarlo habiendo nacido en época de paz y habiendo hecho tres comidas desde niño, pero los antiguos eran, simplificando mucho, malos hasta decir basta. Hablamos de su concepción del vivir, no del anecdotario. Hoy es un accidente frecuente encontrar hijoputas porque eso se le llama a cualquiera que nos pispe el sitio en que íbamos a aparcar. Así de devaluado está el mal, en estos días. Pero hubo tiempos en que el hijoputismo tenía otra dimensión porque la cotidianeidad incluía cosas atroces que hacían de referencia de lo funesto, y es de creer que robar a alguien sin matarle ni nada era, seguramente, algo propio de buenas personas. Y ya.

La lanza, junto con otras con menos historia, llegó al siglo XX alojada en el palacio vienés del Hofburg, pero en su camino hasta el noble aposento pasó por manos de Carlomagno y de Federico Barbarroja, de quienes cuenta, ahora sí, la leyenda, que resultaron invencibles en tanto mantuvieron en su poder el sagrado pincho. Pero ambos lo extraviaron y ambos perdieron su batalla siguiente. Esto podemos darlo o no por bueno, ya vosotros decidís.

Y acaeció Hitler. Con sus obsesiones diversísimas respecto a lo legendario y lo venerable. En eso, como en todo, fue en serio y a lo grande, mientras Franco se llevaba a cagar el irrisorio brazo incorrupto de Santa Teresa. Adolf quiso el Grial, que no halló, y la pica de Longinos, que tomó del Hofburg investido de aquel derecho divino que tenía por suyo. La mantuvo, la lanza, custodiada y vigilada hasta que decidió ocultarla al enemigo en un búnker de Nuremberg cuando las cosas pintaban feas para el Eje. Los aliados entraron, finalmente, en la ciudad, y fue el 30 de abril de 1945 que penetraron en el zulo. El teniente William Horn tomó posesión de la reliquia en nombre de su país, y lo hizo constar así en algún documento que los historiadores, en fila india, habrán podido verificar, porque dicen de ese suceso que es historia.

El mismo día, a mucha distancia, Adolf daba por finiquitada la partida y se volaba los sesos. Esto hay que creerlo porque, otra vez, es historia. Pero también podéis decidir que no hubo tal voladura y que el führer salió para Sudamérica a bordo de un ingenio subacuático. Y entonces pasamos a la casilla siguiente.


google analytics