4 de marzo de 2010

de llorar


Emociones no hay tantas como personas, sino muchas más. Sin embargo hay el verbo, emocionarse, que no sabemos de resultas de qué razones idiomáticas, se refiere nada más que a una cosa, bonita a su manera, quién lo podría negar: la lágrima. Sola o en compañía de otras. Siendo o anunciándose. Subiendo por la garganta o bajando por la mejilla o temblando en la repisa pestañera. La tragedia o los pucheros.


Hoy, aquí, hablamos de los pucheros.

Las novelas no se los han sacado, los pucheros, a uno. El cine, en contables ocasiones. Las contamos. Una, Las uvas de la ira: buena parte de la película. Dos, Senderos de gloria: chica a la que obligan a cantar en un garito ante unos soldados hechos puré de persona humana. Tres, Espartaco: héroe que agoniza en la cruz mientras su amada le muestra al bebé de ambos y le dice: míralo, Espartaco. Es tu hijo. ¡Es libre..!

Las tres, descubiertas con más o menos uso de razón. Las tres, que abrieron un boquete en el costado emocional de nick, quien, no obstante, pudo continuar viviendo a la búsqueda de nuevos y más intensos padecimientos.

Pero antes, mucho antes, en años en que las viñetas de Bruguera eran la parte más importante de su educación, uno ya había tomado del frasco con las “Joyas Literarias Juveniles”. Estaban los folletines de Dickens: Oliverio Twist o Nicolás Nickleby. Lacrimógenos, sí, pero que no llegaban a hacer daño, quizá por lo teatrales y por lo previsibles, como groseros dramones que eran de principio a fin, sin sorpresas, sin zarpazo insidioso al lector. Estaba, mucho más peliagudo, Taras Bulba, cuyas últimas páginas encogían las entrañas: el anciano caudillo cosaco asiste disfrazado a la decapitación de su hijo, quien lo reconoce desde el patíbulo y le grita “padre, ¿estás ahí? ¡Viva nuestra madre Rusia..!”, mientras el fiero Taras, entre la multitud, llora como una magdalena...

Sin embargo, el hostión definitivo llegó tras un título tan anodino como Aventuras de John Davys. Y me estoy fiando de mi memoria. Porque puede hacer treinta años, y eso es mucho arriesgar en un post. La historia: John Davys es un marino, así como inglés, así como del XVII o XVIII, al que el azar va llevando y trayendo por esos mares y esos mundos, al que le pasa de todo, y que encuentra en una isla, así como griega, al amor de su vida. El amor de su vida se llama Fatinizza. Pero John Davys se ha de ir de nuevo, a sus guerras y sus cosas de honor. Y sólo años después consigue regresar a la isla. La encuentra devastada por los piratas y abandonada. Echa a correr entre las ruinas gritando “¡Fatinizza..! ¡Fatinizza..!”, para acabar topándose a una consumida octogenaria que sigue allí, en la nada, medio ida, y que le cuenta que Fatinizza siempre le esperó y que murió con su nombre en los labios.

Por alguna razón, porque ella no se llamaba Bernarda, sino Fatinizza, porque no me ví venir un final semejante, porque mi amor de la EGB me tenía escocido esa semana, por lo que fuera, este, y no otro, fue el exacto momento en que descubrí que leer podía ser malo. Sentar mal. No sólo el zumo de naranja; leer también. Sépanlo los ministerios de cultura. Sepan que lo de Fatinizza se me clavó en el corazón, y de seguro me puso en guardia ante lo que yo tenía por inofensivos dibujos, y quién sabe si ante el enamorarse, ante las islas griegas, ante el regreso de los largos viajes. Quién sabe.

Poco después hube de soportar la defunción de Gwen Stacy. Pero fue distinto. Lo ví todo. Lo entendí todo. Pude odiar al Duendecillo Verde. Pude alegrarme de que lo atravesara un trozo de hierro. A Fatinizza no supe quién, ni cómo, ni cuándo, la había borrado del mundo, y mi rabia no tuvo blanco ni dirección. Y con ella me quedé.

2 comentarios:

  1. Ya rompo yo el hielo, que parece que de reparo hablar de las cosas del llorar entre hombres de pelo en pecho (ojito, que mientras tecleo escupo por el colmillo y me rasco la entrepierna, ostia ya. Como te haces el duro con la novelería, te desafío, nick, a la prueba del ocho: "La decisión de Sophie". Cuando ella, haciendo honor al título, decide cual de sus dos hijos va a la cámara de gas nazi. Y lo más peor es como cuenta que la pobrellevaba su osito de peluche bajo el brazo (porque la hijaputa de Sophie se queda con el mocito y condena a la niña pequeña: que se joda con lo mal que le fue la vida). Otra: "Novela con cocaína". La madre, zarrapastrosa y envejecida por la miseria, le lleva sus escasos rublos al hijo adolescente y este, rodeado por los coleguis, la niega y se ríe de ella. De su madre, el cabrón. Cuando vuelve a casa, la madre le justifica: "yo se que tú no eres malo".

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  2. Solosupongo, eso ha sido una puñalada trapera de comentario. Aún me noto temblar las piernas.
    No se te habrá pasado por alto que mis hitos del puchero no son de ayer por la tarde. Eso es porque hace muchos años que, ante el menor atisbo de escena encogegüevos, escapo como de un cojo con un hacha. No puedo con ellas, y tampoco quiero poder.
    Pero no me refiero a cualquier parte emocionante, no. De tus dos espantosos ejemplos tengo la sensación de poder soportar mejor el primero, siendo como es mucho más hardrocker-catacrocker, que el segundo. El segundo es la clase de cosa que me hunde en la miseria durante una quincena. Y a mí me gustan los libros. Pero me gusta más mi vida..

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