29 de febrero de 2012

el contexto y la puta calle


Nos interesa eso de que la belleza es una cosa común. Lo dijo Borges, después de aceptar de primeras que la belleza, el crearla, sólo estaba al alcance de unos pocos seres excepcionales, y después también de superar y abandonar ese colosal prejuicio, favorable a lo museístico, las plumas egregias y las partituras empelucadas. Entonces lo dijo.

Casi cualquier gallego que uno se encuentre en un bar de casi cualquier población inferior a diez mil habitantes cuenta casi cualquier cosa con más gracia que casi cualquier humorista mundial. Y más: algunos de los dibujos que se pueden ver en una página llamada Urban sketchers son mucho más sugestivos que algunos de los cuadros de Delacroix. Y aún: muchos standards del jazz suenan más bonitos en la guitarra del Jazzman de Santiago que en la de Joe Pass. Esto todo ya lo digo yo, al paraguas del gran chosco.

Entonces de qué se extrañan, pensé. Y lo pensé pensando en un experimento que llevó a Joshua Bell, violinista famosérrimo, a tocar Bach de incógnito en el metro de Washington, a ver qué pasaba. Pasó que ni Dios le hizo caso, ni le aplaudió, y pasó que le dejaron treinta y dos dollars en cuarenta y cinco minutos, cuando las entradas para verle desde el gallinero costaban cien, y su instrumento, tres mílions.

La conclusión apresurada de la prensa fue que la belleza, fuera de contexto, pasa desapercibida. Chorradaza imponente. Dejemos a un lado lo del contexto, que ya es para mear y no echar gota. La belleza, para el caso, es Bach, y esa está, efectivamente, en muchas esquinas. En unas mejor y en otras peor; en esta muy brillantemente, no dudamos, pero es Johann Sebastian, no el Bell ni su violín de madera de pata de banco carísimo. Y treinta y dos dollars cada cuarenta y cinco minutos dan para vivir como Dios, Joshua, aparte. 

La cosa es así: Bach es la chica despampanante y luego tú eres su vestido de YSL o de Chanel, y otros son sus vaqueros rotos o su lo que sea del Stradivarius, la tienda. Bell. Coño. Que a mí ella me encanta siempre, y casi siempre me encanta más sin el vestido glamouroso porque el glamour suele ser más bien insípido y muy poco golfo, y yo lo prefiero. Lo golfo. Pero qué importa; no me entenderán igualmente, Joshua. Tendré que discutirlo de viva voz porque a un blog se le hace el mismo caso que a un violín en el metro de Washington. Haberte ido al de Moscú.

La reconoce cualquiera, a la beauty, igual que reconoce cualquiera cuando está hasta las trancas por una gachí porque sucede; como sucede un seísmo, pero de puertas adentro. Y si no sucede, pues nada. Pero no me lo finjan por la información previa: que si el nobel prize, que si el Guarnierius, que si el peso de los siglos. Que no. Cojones ya.

Miguelito el de Mafalda, mucho antes, hizo un experimento con algún parentesco con este, pero cuánto más profundo e importante. También se quedó plantado en la vía pública, sonriente, quietecito, al paso de la gente. Al cabo de tres viñetas, unos cuarenta y cinco minutos de los de entonces, se dijo, decepcionado: es inútil. Nadie parece advertir espontáneamente que yo soy un buen tipo. Y nadie habló en los noticiosos de esa conclusión demoledora y clarividente. Lo de Joshua es más epatante, ya. Por una cuestión de dinero: los cien, los treinta y dos, los tres millones. Por lo demás, Miguelito supera el experimento violinista y nos hace pensar cuánto vale ignorar qué, en este caso notas bonitas frente a personas bonitas, ahí al frío unas y otras.

No hay debate, Joshua.

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